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Estás solo, todo está destruído, la muerte quiere cazarte. Has sobrevivido al fin y eso no es todo: esta guerra sigue en pie, pues el fin supone un nuevo principio, uno más tormentoso donde tendrás que demostrar lo que vales. ¿Crees poder sobrevivir?, si no... Abandonad toda esperanza aquellos que os adentráis en este nuevo, virulento y destrozado lugar.
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Nevada
19 de abril de 2012
Ni si quiera sé por dónde empezar.
Mi nombre es Leah Hadley y he pedido este cuaderno y bolígrafo para tal vez conservar la poca de cordura que me queda. Llevo 47 díasencerrada... Umbrella me ha secuestrado. Ni sé qué quieren de mi o si quieren algo... tal vez mantenerme alejada. He visto a muchos llegar y marcharse, pero yo por alguna razón sigo aquí.
En frente hay una chica, está gritando, lo veo por el rabillo del ojo, golpea el cristal y trata de llamar mi atención, yo fui así también durante los primeros días y ahora entiendo por qué nadie me hizo caso. Todos sabían que no merecía la pena, que tarde o temprano uno iba a morir y era mejor ignorar.
Mi nombre es Leah Hadley y he pedido este cuaderno y bolígrafo para tal vez conservar la poca de cordura que me queda. Llevo 47 días
En frente hay una chica, está gritando, lo veo por el rabillo del ojo, golpea el cristal y trata de llamar mi atención, yo fui así también durante los primeros días y ahora entiendo por qué nadie me hizo caso. Todos sabían que no merecía la pena, que tarde o temprano uno iba a morir y era mejor ignorar.
Nevada
4 de julio de 2012
Sumando hoy, llevo 123 días secuestrada por Umbrella. Me ha llevado un rato calcular la cuenta, porque ya la había perdido. Dejé de escribir desde el primer día que lo hice y creo que esto es importante. No he sido capaz de seguir durante este tiempo, porque creo que simplemente quería hacer una especie de testimonio por si moría. Pero siguen pasando los días y no me matan.
Hoy es cuatro de julio, casualmente conocí a mi marido en un día así. Le echo de menos, ¿cómo estará, qué pensará? Nos encantaba esta festividad, como buen militar, obviamente. Y yo, claro, también he sido muy patriota. Aunque últimamente no tanto...
Creo que es importante que siga escribiendo, no por despedirme de nadie, sino para no perder la cabeza. Los últimos días los he pasado simplemente mirando el techo, dejando las horas pasar y eso no me viene bien. ¿Pero qué hacer entre estas cuatro paredes?
Algo pensaré, pero para empezar escribir me tranquiliza.
Hoy es cuatro de julio, casualmente conocí a mi marido en un día así. Le echo de menos, ¿cómo estará, qué pensará? Nos encantaba esta festividad, como buen militar, obviamente. Y yo, claro, también he sido muy patriota. Aunque últimamente no tanto...
Creo que es importante que siga escribiendo, no por despedirme de nadie, sino para no perder la cabeza. Los últimos días los he pasado simplemente mirando el techo, dejando las horas pasar y eso no me viene bien. ¿Pero qué hacer entre estas cuatro paredes?
Algo pensaré, pero para empezar escribir me tranquiliza.
Nevada
18 de julio de 2012
Han pasado 137 días desde que estoy aquí. ¿Cómo lo sé? Porque contar es lo único que puedo hacer. Contar días, contar minutos, contar las veces que el guardia del pasillo pasa frente a mi celda sin siquiera mirarme. Contar las marcas en la pared, una para cada amanecer que ni he visto.
No sé por qué sigo escribiendo. Nadie va a leer esto. Nadie va a venir. Me doy cuenta ahora: no hay nadie ahí fuera buscándome. Nadie sabe que estoy viva. Tal vez, para todos, ya esté muerta. Una más en la lista de víctimas de esa maldita catástrofe. ¿Pero cómo?
Es irónico. Toda mi vida me dediqué a luchar, a buscar justicia, a hacer ruido para que me escucharan. Y ahora estoy aquí, atrapada en el silencio más absoluto, sin fuerza siquiera para gritar.
No entiendo por qué no pasa nada. ¿Por qué no me matan? ¿Por qué no me sueltan? ¿Por qué me mantienen aquí, viendo cómo el tiempo me consume? Apenas como, apenas duermo. Mi cuerpo empieza a resentirse, pero lo peor es mi cabeza. Estoy... vacía. Me miro al espejo del baño, ese pequeño vidrio sucio, y apenas reconozco a la mujer que veo ahí.
Tenía una vida. Una causa. Un propósito. Tenía personas a las que amaba. A mis padres, a mi hermano, a mi marido. Dios... él. ¿Qué pensará de mí ahora? ¿Habrá seguido adelante? ¿Habrán siquiera encontrado un falso cuerpo? ¿Pensará que morí como una cobarde, huyendo? Porque así me siento: una cobarde. Incapaz de moverme, incapaz de luchar. Incapaz de morir.
Hoy no he sido capaz de levantarme de la cama. Llevo horas mirando el techo, ese blanco opresivo que parece burlarse de mí. Pienso en Abel, en cómo me habría regañado por rendirme. Pero incluso su recuerdo parece desvanecerse. Su voz, su risa, su protección... ya casi no están. Todo lo que me hacía ser quien soy se está perdiendo aquí, entre estas cuatro paredes.
No sé cuánto más podré soportarlo. Quizás este sea mi último testimonio, el final de un diario que nunca debió empezar. Pero, por algún motivo, sigo escribiendo. Quizás porque aún hay una chispa dentro de mí, aunque sea pequeña, aunque esté agonizando.
Escribo porque tengo miedo de lo que pase si dejo de hacerlo. Porque si dejo de escribir, tal vez deje de existir.
Tal vez ya lo he hecho.
No sé por qué sigo escribiendo. Nadie va a leer esto. Nadie va a venir. Me doy cuenta ahora: no hay nadie ahí fuera buscándome. Nadie sabe que estoy viva. Tal vez, para todos, ya esté muerta. Una más en la lista de víctimas de esa maldita catástrofe. ¿Pero cómo?
Es irónico. Toda mi vida me dediqué a luchar, a buscar justicia, a hacer ruido para que me escucharan. Y ahora estoy aquí, atrapada en el silencio más absoluto, sin fuerza siquiera para gritar.
No entiendo por qué no pasa nada. ¿Por qué no me matan? ¿Por qué no me sueltan? ¿Por qué me mantienen aquí, viendo cómo el tiempo me consume? Apenas como, apenas duermo. Mi cuerpo empieza a resentirse, pero lo peor es mi cabeza. Estoy... vacía. Me miro al espejo del baño, ese pequeño vidrio sucio, y apenas reconozco a la mujer que veo ahí.
Tenía una vida. Una causa. Un propósito. Tenía personas a las que amaba. A mis padres, a mi hermano, a mi marido. Dios... él. ¿Qué pensará de mí ahora? ¿Habrá seguido adelante? ¿Habrán siquiera encontrado un falso cuerpo? ¿Pensará que morí como una cobarde, huyendo? Porque así me siento: una cobarde. Incapaz de moverme, incapaz de luchar. Incapaz de morir.
Hoy no he sido capaz de levantarme de la cama. Llevo horas mirando el techo, ese blanco opresivo que parece burlarse de mí. Pienso en Abel, en cómo me habría regañado por rendirme. Pero incluso su recuerdo parece desvanecerse. Su voz, su risa, su protección... ya casi no están. Todo lo que me hacía ser quien soy se está perdiendo aquí, entre estas cuatro paredes.
No sé cuánto más podré soportarlo. Quizás este sea mi último testimonio, el final de un diario que nunca debió empezar. Pero, por algún motivo, sigo escribiendo. Quizás porque aún hay una chispa dentro de mí, aunque sea pequeña, aunque esté agonizando.
Escribo porque tengo miedo de lo que pase si dejo de hacerlo. Porque si dejo de escribir, tal vez deje de existir.
Tal vez ya lo he hecho.
Nevada
1 de agosto de 2012
El tiempo es una tortura silenciosa.
No sé cuántos días llevo encerrada. Perdí la cuenta otra vez. Podrían ser 150, 200… no importa. Todo se siente igual: el mismo techo, las mismas paredes, las mismas sombras que cambian con la luz artificial. Hasta los guardias han dejado de parecer personas. Son sombras también, figuras que pasan sin rostro, sin alma, sin siquiera una palabra.
Me duele la incertidumbre más que el cuerpo. Más que el hambre, más que la soledad. ¿Por qué no pasa nada? ¿Por qué me mantienen aquí? ¿Qué quieren de mí? Ese silencio, esa ausencia de respuestas, es lo que me está matando.
El miedo crece cada día. Miedo a que me hayan olvidado, a que nadie me esté buscando. Miedo a que mi nombre ya no signifique nada para nadie, a que mi vida se haya convertido en un recuerdo borroso que nadie quiere desenterrar.
A veces, cuando cierro los ojos, trato de imaginar que alguien está ahí fuera, buscándome. Que mi marido está moviendo cielo y tierra, que hay una noticia en algún rincón del mundo diciendo que Leah Hadley está desaparecida. Pero cuanto más intento aferrarme a esa idea, más me doy cuenta de lo irreal que es. Si estuvieran buscándome, ya habría alguna señal. Un ruido, una voz, una puerta que se abre y me lleva fuera de este agujero. Pero nada. Solo silencio.
El tiempo aquí es un enemigo que no puedo enfrentar. Las horas pasan lentas, pesadas, y cada segundo siento que pierdo un poco más de mí misma. A veces pienso que es mejor así, que si dejo de pensar, si dejo de sentir, el dolor también desaparecerá. Pero no es cierto. El dolor está siempre ahí, incluso cuando mi mente quiere desconectarse.
Me miro en el reflejo del baño, en ese trozo sucio de vidrio que apenas devuelve una imagen. ¿Soy yo? ¿Quién es esa mujer? Su cabello está opaco, su piel pálida. Sus ojos están vacíos. Apenas parece una persona. No me reconozco. Me siento atrapada en un cuerpo que no es mío, en una mente que comienza a fallar.
Tengo miedo de volverme loca. Ese pensamiento me persigue más que nada. ¿Y si llega un día en el que no pueda distinguir la realidad de mis propios delirios? ¿Y si me convierto en uno de esos gritos que escucho a lo lejos, esas personas que Umbrella rompe poco a poco? Tal vez ya esté rota y no me he dado cuenta.
Hoy ni siquiera he tocado la comida que dejaron. No tengo hambre. Tampoco fuerza. Todo lo que hago es mirar las paredes y escuchar el ruido de mi propia respiración. El único sonido que me asegura que sigo aquí, que no soy un espectro atrapado en este lugar.
Escribo porque temo lo que pase si dejo de hacerlo. Estas palabras son lo único que me recuerda que soy Leah Hadley, que fui senadora, que fui esposa, que fui hija y hermana. Que fui alguien. Pero ahora… ahora no sé cuánto tiempo más podré seguir siendo esa persona.
La locura está al otro lado de esta celda, esperando. Y yo no sé si tendré la fuerza para resistirle.
No sé cuántos días llevo encerrada. Perdí la cuenta otra vez. Podrían ser 150, 200… no importa. Todo se siente igual: el mismo techo, las mismas paredes, las mismas sombras que cambian con la luz artificial. Hasta los guardias han dejado de parecer personas. Son sombras también, figuras que pasan sin rostro, sin alma, sin siquiera una palabra.
Me duele la incertidumbre más que el cuerpo. Más que el hambre, más que la soledad. ¿Por qué no pasa nada? ¿Por qué me mantienen aquí? ¿Qué quieren de mí? Ese silencio, esa ausencia de respuestas, es lo que me está matando.
El miedo crece cada día. Miedo a que me hayan olvidado, a que nadie me esté buscando. Miedo a que mi nombre ya no signifique nada para nadie, a que mi vida se haya convertido en un recuerdo borroso que nadie quiere desenterrar.
A veces, cuando cierro los ojos, trato de imaginar que alguien está ahí fuera, buscándome. Que mi marido está moviendo cielo y tierra, que hay una noticia en algún rincón del mundo diciendo que Leah Hadley está desaparecida. Pero cuanto más intento aferrarme a esa idea, más me doy cuenta de lo irreal que es. Si estuvieran buscándome, ya habría alguna señal. Un ruido, una voz, una puerta que se abre y me lleva fuera de este agujero. Pero nada. Solo silencio.
El tiempo aquí es un enemigo que no puedo enfrentar. Las horas pasan lentas, pesadas, y cada segundo siento que pierdo un poco más de mí misma. A veces pienso que es mejor así, que si dejo de pensar, si dejo de sentir, el dolor también desaparecerá. Pero no es cierto. El dolor está siempre ahí, incluso cuando mi mente quiere desconectarse.
Me miro en el reflejo del baño, en ese trozo sucio de vidrio que apenas devuelve una imagen. ¿Soy yo? ¿Quién es esa mujer? Su cabello está opaco, su piel pálida. Sus ojos están vacíos. Apenas parece una persona. No me reconozco. Me siento atrapada en un cuerpo que no es mío, en una mente que comienza a fallar.
Tengo miedo de volverme loca. Ese pensamiento me persigue más que nada. ¿Y si llega un día en el que no pueda distinguir la realidad de mis propios delirios? ¿Y si me convierto en uno de esos gritos que escucho a lo lejos, esas personas que Umbrella rompe poco a poco? Tal vez ya esté rota y no me he dado cuenta.
Hoy ni siquiera he tocado la comida que dejaron. No tengo hambre. Tampoco fuerza. Todo lo que hago es mirar las paredes y escuchar el ruido de mi propia respiración. El único sonido que me asegura que sigo aquí, que no soy un espectro atrapado en este lugar.
Escribo porque temo lo que pase si dejo de hacerlo. Estas palabras son lo único que me recuerda que soy Leah Hadley, que fui senadora, que fui esposa, que fui hija y hermana. Que fui alguien. Pero ahora… ahora no sé cuánto tiempo más podré seguir siendo esa persona.
La locura está al otro lado de esta celda, esperando. Y yo no sé si tendré la fuerza para resistirle.
Nevada
24 de agosto de 2012
No sé qué es peor: estar aquí o imaginar lo que hay más allá de esta celda.
Sigo mirando. Cada vez que traen a alguien nuevo, no puedo evitarlo. Es como un reflejo involuntario. Miro sus caras aterrorizadas, los gestos frenéticos de sus manos mientras intentan hacerse entender. Sus bocas se abren y se cierran, lanzando gritos que no puedo escuchar. Es como ver una película muda, una historia que ya sé cómo va a terminar.
Golpean el cristal, patean las paredes, se giran hacia mí buscando algo, cualquier cosa. Tal vez piensan que puedo ayudarlos, que tengo respuestas. Pero no las tengo. No puedo hacer nada, y tampoco quiero intentarlo. Porque sé lo que viene después.
Siempre se los llevan.
La última fue una mujer. No tendría más de veinte años, pelo corto, ojos claros. Su cuerpo entero temblaba mientras la arrastraban a la celda frente a la mía. Pasó horas tratando de llamar mi atención, moviendo las manos, golpeando el vidrio con los puños, señalándome, como si quisiera pedirme ayuda o consuelo. Pero no hice nada. Me quedé en mi rincón, fingiendo que no la veía.
Luego, como siempre, vinieron por ella. La escena es siempre la misma: un par de guardias, las luces que se encienden, la puerta que se abre. Vi cómo luchaba, cómo intentaba resistirse. No podía oír nada, pero podía imaginarlo. Los gritos que seguramente desgarraban su garganta, el eco de los golpes desesperados. La puerta se cerró detrás de ellos. Su celda está vacía ahora, como todas las demás.
Y yo sigo aquí.
¿Por qué no me llevan a mí? ¿Por qué me dejan ver esto una y otra vez? ¿Es algún tipo de juego cruel? ¿Están esperando que me rompa, que me consuma la incertidumbre?
El miedo me devora. Cada vez que las luces se encienden en el pasillo, mi corazón se detiene por un instante. Me quedo mirando la puerta, esperando que sea mi turno. Pero no lo es. Nunca lo es. Solo traen a otro, y el ciclo comienza de nuevo.
A veces creo que sería mejor si vinieran por mí. Que sería más fácil enfrentarlo que seguir viendo cómo desaparecen los demás. Pero entonces pienso en lo que les pasa, en las caras que nunca vuelven. Y me doy cuenta de que sigo temiendo lo que hay más allá de esta celda.
Estoy atrapada. En esta celda. En este miedo. En esta espera interminable.
No sé si quiero que todo termine o si prefiero que simplemente siga igual. Lo único que sé es que cada día que pasa siento que pierdo un poco más de mí misma.
Tal vez eso es lo que quieren. Tal vez no necesitan sacarme de aquí para destruirme. Porque creo que ya lo están consiguiendo.
Sigo mirando. Cada vez que traen a alguien nuevo, no puedo evitarlo. Es como un reflejo involuntario. Miro sus caras aterrorizadas, los gestos frenéticos de sus manos mientras intentan hacerse entender. Sus bocas se abren y se cierran, lanzando gritos que no puedo escuchar. Es como ver una película muda, una historia que ya sé cómo va a terminar.
Golpean el cristal, patean las paredes, se giran hacia mí buscando algo, cualquier cosa. Tal vez piensan que puedo ayudarlos, que tengo respuestas. Pero no las tengo. No puedo hacer nada, y tampoco quiero intentarlo. Porque sé lo que viene después.
Siempre se los llevan.
La última fue una mujer. No tendría más de veinte años, pelo corto, ojos claros. Su cuerpo entero temblaba mientras la arrastraban a la celda frente a la mía. Pasó horas tratando de llamar mi atención, moviendo las manos, golpeando el vidrio con los puños, señalándome, como si quisiera pedirme ayuda o consuelo. Pero no hice nada. Me quedé en mi rincón, fingiendo que no la veía.
Luego, como siempre, vinieron por ella. La escena es siempre la misma: un par de guardias, las luces que se encienden, la puerta que se abre. Vi cómo luchaba, cómo intentaba resistirse. No podía oír nada, pero podía imaginarlo. Los gritos que seguramente desgarraban su garganta, el eco de los golpes desesperados. La puerta se cerró detrás de ellos. Su celda está vacía ahora, como todas las demás.
Y yo sigo aquí.
¿Por qué no me llevan a mí? ¿Por qué me dejan ver esto una y otra vez? ¿Es algún tipo de juego cruel? ¿Están esperando que me rompa, que me consuma la incertidumbre?
El miedo me devora. Cada vez que las luces se encienden en el pasillo, mi corazón se detiene por un instante. Me quedo mirando la puerta, esperando que sea mi turno. Pero no lo es. Nunca lo es. Solo traen a otro, y el ciclo comienza de nuevo.
A veces creo que sería mejor si vinieran por mí. Que sería más fácil enfrentarlo que seguir viendo cómo desaparecen los demás. Pero entonces pienso en lo que les pasa, en las caras que nunca vuelven. Y me doy cuenta de que sigo temiendo lo que hay más allá de esta celda.
Estoy atrapada. En esta celda. En este miedo. En esta espera interminable.
No sé si quiero que todo termine o si prefiero que simplemente siga igual. Lo único que sé es que cada día que pasa siento que pierdo un poco más de mí misma.
Tal vez eso es lo que quieren. Tal vez no necesitan sacarme de aquí para destruirme. Porque creo que ya lo están consiguiendo.
Nevada
10 de noviembre de 2012
No sé cuánto tiempo ha pasado realmente. Perdí la cuenta hace semanas. Tal vez meses. Todo se siente como un solo y largo día, interminable y vacío.
Apenas me muevo. Paso la mayor parte del tiempo dormida, aunque no sé si puedo llamarlo "descansar". El sueño se siente como una fuga temporal, un lugar donde mi mente puede escapar de estas paredes. Cuando no duermo, solo miro el techo, las grietas que se forman en las esquinas, los patrones que mi mente inventa en el blanco impoluto. Apenas como. Solo lo suficiente para no desfallecer. Pero, ¿para qué? ¿Para seguir existiendo en este agujero?
Hace unos días, o tal vez semanas, soñé con él. Con mi marido. Estábamos en casa, como antes. Reíamos juntos, el sonido de su risa llenando la habitación como un eco lejano que había olvidado. Todo parecía tan real, tan vívido. Podía sentir el calor de su mano en la mía, la textura de su camisa bajo mis dedos. En mi sueño, era feliz. Por un momento, lo fui también.
Cuando desperté, las lágrimas ya corrían por mi rostro. Abrí los ojos esperando verle, pero lo único que encontré fue el frío y opresivo vacío de este lugar. Ese techo blanco. Esas paredes grises. Ese reflejo en el vidrio.
Me vi a mí misma, demacrada, pálida, apenas una sombra de la mujer que una vez fui. Mi cabello colgaba en mechones desordenados, mis ojos estaban hundidos, apagados. No me reconocí. Fue entonces cuando sentí una ira que no había sentido en mucho tiempo. Una ira que se encendió como un fuego en mi pecho, quemándome.
Pensé en mi familia. En mis padres, que lo sacrificaron todo por nosotros. En Abel, mi hermano, mi protector. En mi marido, que siempre creyó en mí. Pensé en cómo ellos habrían luchado, en cómo habrían enfrentado esto, y sentí una punzada de vergüenza.
Quise morirme. Lo pensé seriamente. Acabar con este castigo. Con este sufrimiento. Porque ¿qué sentido tiene seguir adelante? Estoy sola. Perdida. Muerta para el mundo.
Esa noche volví a soñar con ellos. Pero esta vez, él no estaba feliz. Su rostro estaba serio, sus ojos llenos de preocupación. Me miró fijamente, como si pudiera verme realmente, y me dijo solo una cosa: "No te rindas."
No era una súplica. Era una orden. Como si me estuviera recordando quién era, quién fui. Me desperté de golpe, con las palabras resonando en mi cabeza, y por primera vez en meses sentí algo diferente. No era desesperación. Era algo más. Algo que había estado enterrado bajo todo este dolor y miedo: determinación.
No voy a rendirme. No voy a dejar que me destruyan.
Ellos me enseñaron a luchar. Por mi familia, por la justicia, por las personas que amo. Lo hice una vez, por Abel, cuando juré que nunca dejaría que la muerte de mi hermano fuera en vano. Lo haré de nuevo.
Si quieren destruirme, tendrán que ganárselo. Porque a partir de hoy, voy a pelear. Voy a buscar la manera de salir de este agujero.
Umbrella me encerró aquí creyendo que me quebrarían, pero no saben con quién se han metido. No soy una sombra, no soy una víctima. Soy Leah Hadley. Y voy a salir de aquí. Aunque sea lo último que haga.
Apenas me muevo. Paso la mayor parte del tiempo dormida, aunque no sé si puedo llamarlo "descansar". El sueño se siente como una fuga temporal, un lugar donde mi mente puede escapar de estas paredes. Cuando no duermo, solo miro el techo, las grietas que se forman en las esquinas, los patrones que mi mente inventa en el blanco impoluto. Apenas como. Solo lo suficiente para no desfallecer. Pero, ¿para qué? ¿Para seguir existiendo en este agujero?
Hace unos días, o tal vez semanas, soñé con él. Con mi marido. Estábamos en casa, como antes. Reíamos juntos, el sonido de su risa llenando la habitación como un eco lejano que había olvidado. Todo parecía tan real, tan vívido. Podía sentir el calor de su mano en la mía, la textura de su camisa bajo mis dedos. En mi sueño, era feliz. Por un momento, lo fui también.
Cuando desperté, las lágrimas ya corrían por mi rostro. Abrí los ojos esperando verle, pero lo único que encontré fue el frío y opresivo vacío de este lugar. Ese techo blanco. Esas paredes grises. Ese reflejo en el vidrio.
Me vi a mí misma, demacrada, pálida, apenas una sombra de la mujer que una vez fui. Mi cabello colgaba en mechones desordenados, mis ojos estaban hundidos, apagados. No me reconocí. Fue entonces cuando sentí una ira que no había sentido en mucho tiempo. Una ira que se encendió como un fuego en mi pecho, quemándome.
Pensé en mi familia. En mis padres, que lo sacrificaron todo por nosotros. En Abel, mi hermano, mi protector. En mi marido, que siempre creyó en mí. Pensé en cómo ellos habrían luchado, en cómo habrían enfrentado esto, y sentí una punzada de vergüenza.
Quise morirme. Lo pensé seriamente. Acabar con este castigo. Con este sufrimiento. Porque ¿qué sentido tiene seguir adelante? Estoy sola. Perdida. Muerta para el mundo.
Esa noche volví a soñar con ellos. Pero esta vez, él no estaba feliz. Su rostro estaba serio, sus ojos llenos de preocupación. Me miró fijamente, como si pudiera verme realmente, y me dijo solo una cosa: "No te rindas."
No era una súplica. Era una orden. Como si me estuviera recordando quién era, quién fui. Me desperté de golpe, con las palabras resonando en mi cabeza, y por primera vez en meses sentí algo diferente. No era desesperación. Era algo más. Algo que había estado enterrado bajo todo este dolor y miedo: determinación.
No voy a rendirme. No voy a dejar que me destruyan.
Ellos me enseñaron a luchar. Por mi familia, por la justicia, por las personas que amo. Lo hice una vez, por Abel, cuando juré que nunca dejaría que la muerte de mi hermano fuera en vano. Lo haré de nuevo.
Si quieren destruirme, tendrán que ganárselo. Porque a partir de hoy, voy a pelear. Voy a buscar la manera de salir de este agujero.
Umbrella me encerró aquí creyendo que me quebrarían, pero no saben con quién se han metido. No soy una sombra, no soy una víctima. Soy Leah Hadley. Y voy a salir de aquí. Aunque sea lo último que haga.
Nevada
20 de noviembre de 2012
Diez días desde que decidí que no voy a rendirme. Y aunque sigo atrapada entre estas cuatro paredes, siento algo que creía perdido: vida.
Al principio no fue fácil. Mi cuerpo está débil, agotado tras meses de apenas moverme, de apenas comer. Pero cada día he intentado hacer algo, lo que sea, para recuperar fuerza. Al principio fue solo levantarme de la cama y caminar por la celda. Mis piernas protestaron como si estuvieran hechas de plomo, pero lo hice. Y después, me obligué a hacer algunas flexiones, sentadillas, cualquier cosa que me recordara que puedo moverme.
No es mucho, pero es un comienzo.
He empezado a comer más también. No porque quiera, sino porque lo necesito. Mi reflejo en el cristal me sigue devolviendo una imagen demacrada, casi irreconocible, pero hay algo diferente en esos ojos. Ya no están vacíos. Hay un destello, algo pequeño pero constante. Un recordatorio de que todavía estoy aquí.
Durante estos días, he comenzado a observar mi entorno de una manera nueva. Todo lo que antes parecía insignificante ahora me parece una posible herramienta. He examinado cada esquina de esta celda, cada grieta en las paredes, cada objeto que me han dejado. La cama, la bandeja de comida, incluso el espejo del baño: todo podría tener un uso si pienso lo suficiente. Si voy a salir de aquí, necesito aprovechar lo que tengo.
No sé cuánto tiempo me queda aquí. Tal vez Umbrella siga ignorándome, esperando que vuelva a quebrarme. Pero eso no va a pasar. No esta vez. Si siguen sin llevarme, lo usaré a mi favor. Cada día es una oportunidad para fortalecerme, para planear.
Me niego a seguir siendo su prisionera pasiva. Voy a encontrar la manera de escapar. Puede que me lleve semanas, meses, incluso años, pero lo haré. No por venganza, aunque la deseo más que nada, sino porque sé que hay algo más allá de estas paredes que merece mi lucha.
Mi familia ya no está aquí para verme, pero siento que están conmigo. Abel, mis padres, y él… mi marido. Cada vez que me siento tentada de caer de nuevo en la desesperación, pienso en ellos. En lo que me habrían dicho. En cómo habrían esperado que luchara.
No voy a decepcionarlos. No voy a decepcionarme a mí misma.
Escribo estas palabras como un pacto conmigo misma: no importa cuánto tiempo tome, ni lo difícil que sea, ni lo que tenga que hacer. Voy a salir de aquí. Voy a sobrevivir. Y cuando lo haga, me aseguraré de que Umbrella pague por todo esto.
Mi nombre es Leah Hadley. Y no voy a rendirme.
Al principio no fue fácil. Mi cuerpo está débil, agotado tras meses de apenas moverme, de apenas comer. Pero cada día he intentado hacer algo, lo que sea, para recuperar fuerza. Al principio fue solo levantarme de la cama y caminar por la celda. Mis piernas protestaron como si estuvieran hechas de plomo, pero lo hice. Y después, me obligué a hacer algunas flexiones, sentadillas, cualquier cosa que me recordara que puedo moverme.
No es mucho, pero es un comienzo.
He empezado a comer más también. No porque quiera, sino porque lo necesito. Mi reflejo en el cristal me sigue devolviendo una imagen demacrada, casi irreconocible, pero hay algo diferente en esos ojos. Ya no están vacíos. Hay un destello, algo pequeño pero constante. Un recordatorio de que todavía estoy aquí.
Durante estos días, he comenzado a observar mi entorno de una manera nueva. Todo lo que antes parecía insignificante ahora me parece una posible herramienta. He examinado cada esquina de esta celda, cada grieta en las paredes, cada objeto que me han dejado. La cama, la bandeja de comida, incluso el espejo del baño: todo podría tener un uso si pienso lo suficiente. Si voy a salir de aquí, necesito aprovechar lo que tengo.
No sé cuánto tiempo me queda aquí. Tal vez Umbrella siga ignorándome, esperando que vuelva a quebrarme. Pero eso no va a pasar. No esta vez. Si siguen sin llevarme, lo usaré a mi favor. Cada día es una oportunidad para fortalecerme, para planear.
Me niego a seguir siendo su prisionera pasiva. Voy a encontrar la manera de escapar. Puede que me lleve semanas, meses, incluso años, pero lo haré. No por venganza, aunque la deseo más que nada, sino porque sé que hay algo más allá de estas paredes que merece mi lucha.
Mi familia ya no está aquí para verme, pero siento que están conmigo. Abel, mis padres, y él… mi marido. Cada vez que me siento tentada de caer de nuevo en la desesperación, pienso en ellos. En lo que me habrían dicho. En cómo habrían esperado que luchara.
No voy a decepcionarlos. No voy a decepcionarme a mí misma.
Escribo estas palabras como un pacto conmigo misma: no importa cuánto tiempo tome, ni lo difícil que sea, ni lo que tenga que hacer. Voy a salir de aquí. Voy a sobrevivir. Y cuando lo haga, me aseguraré de que Umbrella pague por todo esto.
Mi nombre es Leah Hadley. Y no voy a rendirme.
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