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Estás solo, todo está destruído, la muerte quiere cazarte. Has sobrevivido al fin y eso no es todo: esta guerra sigue en pie, pues el fin supone un nuevo principio, uno más tormentoso donde tendrás que demostrar lo que vales. ¿Crees poder sobrevivir?, si no... Abandonad toda esperanza aquellos que os adentráis en este nuevo, virulento y destrozado lugar.
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Nevada
19 de abril de 2012
Ni si quiera sé por dónde empezar.
Mi nombre es Leah Hadley y he pedido este cuaderno y bolígrafo para tal vez conservar la poca de cordura que me queda. Llevo 47 díasencerrada... Umbrella me ha secuestrado. Ni sé qué quieren de mi o si quieren algo... tal vez mantenerme alejada. He visto a muchos llegar y marcharse, pero yo por alguna razón sigo aquí.
En frente hay una chica, está gritando, lo veo por el rabillo del ojo, golpea el cristal y trata de llamar mi atención, yo fui así también durante los primeros días y ahora entiendo por qué nadie me hizo caso. Todos sabían que no merecía la pena, que tarde o temprano uno iba a morir y era mejor ignorar.
Mi nombre es Leah Hadley y he pedido este cuaderno y bolígrafo para tal vez conservar la poca de cordura que me queda. Llevo 47 días
En frente hay una chica, está gritando, lo veo por el rabillo del ojo, golpea el cristal y trata de llamar mi atención, yo fui así también durante los primeros días y ahora entiendo por qué nadie me hizo caso. Todos sabían que no merecía la pena, que tarde o temprano uno iba a morir y era mejor ignorar.
Nevada
4 de julio de 2012
Sumando hoy, llevo 123 días secuestrada por Umbrella. Me ha llevado un rato calcular la cuenta, porque ya la había perdido. Dejé de escribir desde el primer día que lo hice y creo que esto es importante. No he sido capaz de seguir durante este tiempo, porque creo que simplemente quería hacer una especie de testimonio por si moría. Pero siguen pasando los días y no me matan.
Hoy es cuatro de julio, casualmente conocí a mi marido en un día así. Le echo de menos, ¿cómo estará, qué pensará? Nos encantaba esta festividad, como buen militar, obviamente. Y yo, claro, también he sido muy patriota. Aunque últimamente no tanto...
Creo que es importante que siga escribiendo, no por despedirme de nadie, sino para no perder la cabeza. Los últimos días los he pasado simplemente mirando el techo, dejando las horas pasar y eso no me viene bien. ¿Pero qué hacer entre estas cuatro paredes?
Algo pensaré, pero para empezar escribir me tranquiliza.
Hoy es cuatro de julio, casualmente conocí a mi marido en un día así. Le echo de menos, ¿cómo estará, qué pensará? Nos encantaba esta festividad, como buen militar, obviamente. Y yo, claro, también he sido muy patriota. Aunque últimamente no tanto...
Creo que es importante que siga escribiendo, no por despedirme de nadie, sino para no perder la cabeza. Los últimos días los he pasado simplemente mirando el techo, dejando las horas pasar y eso no me viene bien. ¿Pero qué hacer entre estas cuatro paredes?
Algo pensaré, pero para empezar escribir me tranquiliza.
Nevada
18 de julio de 2012
Han pasado 137 días desde que estoy aquí. ¿Cómo lo sé? Porque contar es lo único que puedo hacer. Contar días, contar minutos, contar las veces que el guardia del pasillo pasa frente a mi celda sin siquiera mirarme. Contar las marcas en la pared, una para cada amanecer que ni he visto.
No sé por qué sigo escribiendo. Nadie va a leer esto. Nadie va a venir. Me doy cuenta ahora: no hay nadie ahí fuera buscándome. Nadie sabe que estoy viva. Tal vez, para todos, ya esté muerta. Una más en la lista de víctimas de esa maldita catástrofe. ¿Pero cómo?
Es irónico. Toda mi vida me dediqué a luchar, a buscar justicia, a hacer ruido para que me escucharan. Y ahora estoy aquí, atrapada en el silencio más absoluto, sin fuerza siquiera para gritar.
No entiendo por qué no pasa nada. ¿Por qué no me matan? ¿Por qué no me sueltan? ¿Por qué me mantienen aquí, viendo cómo el tiempo me consume? Apenas como, apenas duermo. Mi cuerpo empieza a resentirse, pero lo peor es mi cabeza. Estoy... vacía. Me miro al espejo del baño, ese pequeño vidrio sucio, y apenas reconozco a la mujer que veo ahí.
Tenía una vida. Una causa. Un propósito. Tenía personas a las que amaba. A mis padres, a mi hermano, a mi marido. Dios... él. ¿Qué pensará de mí ahora? ¿Habrá seguido adelante? ¿Habrán siquiera encontrado un falso cuerpo? ¿Pensará que morí como una cobarde, huyendo? Porque así me siento: una cobarde. Incapaz de moverme, incapaz de luchar. Incapaz de morir.
Hoy no he sido capaz de levantarme de la cama. Llevo horas mirando el techo, ese blanco opresivo que parece burlarse de mí. Pienso en Abel, en cómo me habría regañado por rendirme. Pero incluso su recuerdo parece desvanecerse. Su voz, su risa, su protección... ya casi no están. Todo lo que me hacía ser quien soy se está perdiendo aquí, entre estas cuatro paredes.
No sé cuánto más podré soportarlo. Quizás este sea mi último testimonio, el final de un diario que nunca debió empezar. Pero, por algún motivo, sigo escribiendo. Quizás porque aún hay una chispa dentro de mí, aunque sea pequeña, aunque esté agonizando.
Escribo porque tengo miedo de lo que pase si dejo de hacerlo. Porque si dejo de escribir, tal vez deje de existir.
Tal vez ya lo he hecho.
No sé por qué sigo escribiendo. Nadie va a leer esto. Nadie va a venir. Me doy cuenta ahora: no hay nadie ahí fuera buscándome. Nadie sabe que estoy viva. Tal vez, para todos, ya esté muerta. Una más en la lista de víctimas de esa maldita catástrofe. ¿Pero cómo?
Es irónico. Toda mi vida me dediqué a luchar, a buscar justicia, a hacer ruido para que me escucharan. Y ahora estoy aquí, atrapada en el silencio más absoluto, sin fuerza siquiera para gritar.
No entiendo por qué no pasa nada. ¿Por qué no me matan? ¿Por qué no me sueltan? ¿Por qué me mantienen aquí, viendo cómo el tiempo me consume? Apenas como, apenas duermo. Mi cuerpo empieza a resentirse, pero lo peor es mi cabeza. Estoy... vacía. Me miro al espejo del baño, ese pequeño vidrio sucio, y apenas reconozco a la mujer que veo ahí.
Tenía una vida. Una causa. Un propósito. Tenía personas a las que amaba. A mis padres, a mi hermano, a mi marido. Dios... él. ¿Qué pensará de mí ahora? ¿Habrá seguido adelante? ¿Habrán siquiera encontrado un falso cuerpo? ¿Pensará que morí como una cobarde, huyendo? Porque así me siento: una cobarde. Incapaz de moverme, incapaz de luchar. Incapaz de morir.
Hoy no he sido capaz de levantarme de la cama. Llevo horas mirando el techo, ese blanco opresivo que parece burlarse de mí. Pienso en Abel, en cómo me habría regañado por rendirme. Pero incluso su recuerdo parece desvanecerse. Su voz, su risa, su protección... ya casi no están. Todo lo que me hacía ser quien soy se está perdiendo aquí, entre estas cuatro paredes.
No sé cuánto más podré soportarlo. Quizás este sea mi último testimonio, el final de un diario que nunca debió empezar. Pero, por algún motivo, sigo escribiendo. Quizás porque aún hay una chispa dentro de mí, aunque sea pequeña, aunque esté agonizando.
Escribo porque tengo miedo de lo que pase si dejo de hacerlo. Porque si dejo de escribir, tal vez deje de existir.
Tal vez ya lo he hecho.
Nevada
1 de agosto de 2012
El tiempo es una tortura silenciosa.
No sé cuántos días llevo encerrada. Perdí la cuenta otra vez. Podrían ser 150, 200… no importa. Todo se siente igual: el mismo techo, las mismas paredes, las mismas sombras que cambian con la luz artificial. Hasta los guardias han dejado de parecer personas. Son sombras también, figuras que pasan sin rostro, sin alma, sin siquiera una palabra.
Me duele la incertidumbre más que el cuerpo. Más que el hambre, más que la soledad. ¿Por qué no pasa nada? ¿Por qué me mantienen aquí? ¿Qué quieren de mí? Ese silencio, esa ausencia de respuestas, es lo que me está matando.
El miedo crece cada día. Miedo a que me hayan olvidado, a que nadie me esté buscando. Miedo a que mi nombre ya no signifique nada para nadie, a que mi vida se haya convertido en un recuerdo borroso que nadie quiere desenterrar.
A veces, cuando cierro los ojos, trato de imaginar que alguien está ahí fuera, buscándome. Que mi marido está moviendo cielo y tierra, que hay una noticia en algún rincón del mundo diciendo que Leah Hadley está desaparecida. Pero cuanto más intento aferrarme a esa idea, más me doy cuenta de lo irreal que es. Si estuvieran buscándome, ya habría alguna señal. Un ruido, una voz, una puerta que se abre y me lleva fuera de este agujero. Pero nada. Solo silencio.
El tiempo aquí es un enemigo que no puedo enfrentar. Las horas pasan lentas, pesadas, y cada segundo siento que pierdo un poco más de mí misma. A veces pienso que es mejor así, que si dejo de pensar, si dejo de sentir, el dolor también desaparecerá. Pero no es cierto. El dolor está siempre ahí, incluso cuando mi mente quiere desconectarse.
Me miro en el reflejo del baño, en ese trozo sucio de vidrio que apenas devuelve una imagen. ¿Soy yo? ¿Quién es esa mujer? Su cabello está opaco, su piel pálida. Sus ojos están vacíos. Apenas parece una persona. No me reconozco. Me siento atrapada en un cuerpo que no es mío, en una mente que comienza a fallar.
Tengo miedo de volverme loca. Ese pensamiento me persigue más que nada. ¿Y si llega un día en el que no pueda distinguir la realidad de mis propios delirios? ¿Y si me convierto en uno de esos gritos que escucho a lo lejos, esas personas que Umbrella rompe poco a poco? Tal vez ya esté rota y no me he dado cuenta.
Hoy ni siquiera he tocado la comida que dejaron. No tengo hambre. Tampoco fuerza. Todo lo que hago es mirar las paredes y escuchar el ruido de mi propia respiración. El único sonido que me asegura que sigo aquí, que no soy un espectro atrapado en este lugar.
Escribo porque temo lo que pase si dejo de hacerlo. Estas palabras son lo único que me recuerda que soy Leah Hadley, que fui senadora, que fui esposa, que fui hija y hermana. Que fui alguien. Pero ahora… ahora no sé cuánto tiempo más podré seguir siendo esa persona.
La locura está al otro lado de esta celda, esperando. Y yo no sé si tendré la fuerza para resistirle.
No sé cuántos días llevo encerrada. Perdí la cuenta otra vez. Podrían ser 150, 200… no importa. Todo se siente igual: el mismo techo, las mismas paredes, las mismas sombras que cambian con la luz artificial. Hasta los guardias han dejado de parecer personas. Son sombras también, figuras que pasan sin rostro, sin alma, sin siquiera una palabra.
Me duele la incertidumbre más que el cuerpo. Más que el hambre, más que la soledad. ¿Por qué no pasa nada? ¿Por qué me mantienen aquí? ¿Qué quieren de mí? Ese silencio, esa ausencia de respuestas, es lo que me está matando.
El miedo crece cada día. Miedo a que me hayan olvidado, a que nadie me esté buscando. Miedo a que mi nombre ya no signifique nada para nadie, a que mi vida se haya convertido en un recuerdo borroso que nadie quiere desenterrar.
A veces, cuando cierro los ojos, trato de imaginar que alguien está ahí fuera, buscándome. Que mi marido está moviendo cielo y tierra, que hay una noticia en algún rincón del mundo diciendo que Leah Hadley está desaparecida. Pero cuanto más intento aferrarme a esa idea, más me doy cuenta de lo irreal que es. Si estuvieran buscándome, ya habría alguna señal. Un ruido, una voz, una puerta que se abre y me lleva fuera de este agujero. Pero nada. Solo silencio.
El tiempo aquí es un enemigo que no puedo enfrentar. Las horas pasan lentas, pesadas, y cada segundo siento que pierdo un poco más de mí misma. A veces pienso que es mejor así, que si dejo de pensar, si dejo de sentir, el dolor también desaparecerá. Pero no es cierto. El dolor está siempre ahí, incluso cuando mi mente quiere desconectarse.
Me miro en el reflejo del baño, en ese trozo sucio de vidrio que apenas devuelve una imagen. ¿Soy yo? ¿Quién es esa mujer? Su cabello está opaco, su piel pálida. Sus ojos están vacíos. Apenas parece una persona. No me reconozco. Me siento atrapada en un cuerpo que no es mío, en una mente que comienza a fallar.
Tengo miedo de volverme loca. Ese pensamiento me persigue más que nada. ¿Y si llega un día en el que no pueda distinguir la realidad de mis propios delirios? ¿Y si me convierto en uno de esos gritos que escucho a lo lejos, esas personas que Umbrella rompe poco a poco? Tal vez ya esté rota y no me he dado cuenta.
Hoy ni siquiera he tocado la comida que dejaron. No tengo hambre. Tampoco fuerza. Todo lo que hago es mirar las paredes y escuchar el ruido de mi propia respiración. El único sonido que me asegura que sigo aquí, que no soy un espectro atrapado en este lugar.
Escribo porque temo lo que pase si dejo de hacerlo. Estas palabras son lo único que me recuerda que soy Leah Hadley, que fui senadora, que fui esposa, que fui hija y hermana. Que fui alguien. Pero ahora… ahora no sé cuánto tiempo más podré seguir siendo esa persona.
La locura está al otro lado de esta celda, esperando. Y yo no sé si tendré la fuerza para resistirle.
Nevada
24 de agosto de 2012
No sé qué es peor: estar aquí o imaginar lo que hay más allá de esta celda.
Sigo mirando. Cada vez que traen a alguien nuevo, no puedo evitarlo. Es como un reflejo involuntario. Miro sus caras aterrorizadas, los gestos frenéticos de sus manos mientras intentan hacerse entender. Sus bocas se abren y se cierran, lanzando gritos que no puedo escuchar. Es como ver una película muda, una historia que ya sé cómo va a terminar.
Golpean el cristal, patean las paredes, se giran hacia mí buscando algo, cualquier cosa. Tal vez piensan que puedo ayudarlos, que tengo respuestas. Pero no las tengo. No puedo hacer nada, y tampoco quiero intentarlo. Porque sé lo que viene después.
Siempre se los llevan.
La última fue una mujer. No tendría más de veinte años, pelo corto, ojos claros. Su cuerpo entero temblaba mientras la arrastraban a la celda frente a la mía. Pasó horas tratando de llamar mi atención, moviendo las manos, golpeando el vidrio con los puños, señalándome, como si quisiera pedirme ayuda o consuelo. Pero no hice nada. Me quedé en mi rincón, fingiendo que no la veía.
Luego, como siempre, vinieron por ella. La escena es siempre la misma: un par de guardias, las luces que se encienden, la puerta que se abre. Vi cómo luchaba, cómo intentaba resistirse. No podía oír nada, pero podía imaginarlo. Los gritos que seguramente desgarraban su garganta, el eco de los golpes desesperados. La puerta se cerró detrás de ellos. Su celda está vacía ahora, como todas las demás.
Y yo sigo aquí.
¿Por qué no me llevan a mí? ¿Por qué me dejan ver esto una y otra vez? ¿Es algún tipo de juego cruel? ¿Están esperando que me rompa, que me consuma la incertidumbre?
El miedo me devora. Cada vez que las luces se encienden en el pasillo, mi corazón se detiene por un instante. Me quedo mirando la puerta, esperando que sea mi turno. Pero no lo es. Nunca lo es. Solo traen a otro, y el ciclo comienza de nuevo.
A veces creo que sería mejor si vinieran por mí. Que sería más fácil enfrentarlo que seguir viendo cómo desaparecen los demás. Pero entonces pienso en lo que les pasa, en las caras que nunca vuelven. Y me doy cuenta de que sigo temiendo lo que hay más allá de esta celda.
Estoy atrapada. En esta celda. En este miedo. En esta espera interminable.
No sé si quiero que todo termine o si prefiero que simplemente siga igual. Lo único que sé es que cada día que pasa siento que pierdo un poco más de mí misma.
Tal vez eso es lo que quieren. Tal vez no necesitan sacarme de aquí para destruirme. Porque creo que ya lo están consiguiendo.
Sigo mirando. Cada vez que traen a alguien nuevo, no puedo evitarlo. Es como un reflejo involuntario. Miro sus caras aterrorizadas, los gestos frenéticos de sus manos mientras intentan hacerse entender. Sus bocas se abren y se cierran, lanzando gritos que no puedo escuchar. Es como ver una película muda, una historia que ya sé cómo va a terminar.
Golpean el cristal, patean las paredes, se giran hacia mí buscando algo, cualquier cosa. Tal vez piensan que puedo ayudarlos, que tengo respuestas. Pero no las tengo. No puedo hacer nada, y tampoco quiero intentarlo. Porque sé lo que viene después.
Siempre se los llevan.
La última fue una mujer. No tendría más de veinte años, pelo corto, ojos claros. Su cuerpo entero temblaba mientras la arrastraban a la celda frente a la mía. Pasó horas tratando de llamar mi atención, moviendo las manos, golpeando el vidrio con los puños, señalándome, como si quisiera pedirme ayuda o consuelo. Pero no hice nada. Me quedé en mi rincón, fingiendo que no la veía.
Luego, como siempre, vinieron por ella. La escena es siempre la misma: un par de guardias, las luces que se encienden, la puerta que se abre. Vi cómo luchaba, cómo intentaba resistirse. No podía oír nada, pero podía imaginarlo. Los gritos que seguramente desgarraban su garganta, el eco de los golpes desesperados. La puerta se cerró detrás de ellos. Su celda está vacía ahora, como todas las demás.
Y yo sigo aquí.
¿Por qué no me llevan a mí? ¿Por qué me dejan ver esto una y otra vez? ¿Es algún tipo de juego cruel? ¿Están esperando que me rompa, que me consuma la incertidumbre?
El miedo me devora. Cada vez que las luces se encienden en el pasillo, mi corazón se detiene por un instante. Me quedo mirando la puerta, esperando que sea mi turno. Pero no lo es. Nunca lo es. Solo traen a otro, y el ciclo comienza de nuevo.
A veces creo que sería mejor si vinieran por mí. Que sería más fácil enfrentarlo que seguir viendo cómo desaparecen los demás. Pero entonces pienso en lo que les pasa, en las caras que nunca vuelven. Y me doy cuenta de que sigo temiendo lo que hay más allá de esta celda.
Estoy atrapada. En esta celda. En este miedo. En esta espera interminable.
No sé si quiero que todo termine o si prefiero que simplemente siga igual. Lo único que sé es que cada día que pasa siento que pierdo un poco más de mí misma.
Tal vez eso es lo que quieren. Tal vez no necesitan sacarme de aquí para destruirme. Porque creo que ya lo están consiguiendo.
Nevada
10 de noviembre de 2012
No sé cuánto tiempo ha pasado realmente. Perdí la cuenta hace semanas. Tal vez meses. Todo se siente como un solo y largo día, interminable y vacío.
Apenas me muevo. Paso la mayor parte del tiempo dormida, aunque no sé si puedo llamarlo "descansar". El sueño se siente como una fuga temporal, un lugar donde mi mente puede escapar de estas paredes. Cuando no duermo, solo miro el techo, las grietas que se forman en las esquinas, los patrones que mi mente inventa en el blanco impoluto. Apenas como. Solo lo suficiente para no desfallecer. Pero, ¿para qué? ¿Para seguir existiendo en este agujero?
Hace unos días, o tal vez semanas, soñé con él. Con mi marido. Estábamos en casa, como antes. Reíamos juntos, el sonido de su risa llenando la habitación como un eco lejano que había olvidado. Todo parecía tan real, tan vívido. Podía sentir el calor de su mano en la mía, la textura de su camisa bajo mis dedos. En mi sueño, era feliz. Por un momento, lo fui también.
Cuando desperté, las lágrimas ya corrían por mi rostro. Abrí los ojos esperando verle, pero lo único que encontré fue el frío y opresivo vacío de este lugar. Ese techo blanco. Esas paredes grises. Ese reflejo en el vidrio.
Me vi a mí misma, demacrada, pálida, apenas una sombra de la mujer que una vez fui. Mi cabello colgaba en mechones desordenados, mis ojos estaban hundidos, apagados. No me reconocí. Fue entonces cuando sentí una ira que no había sentido en mucho tiempo. Una ira que se encendió como un fuego en mi pecho, quemándome.
Pensé en mi familia. En mis padres, que lo sacrificaron todo por nosotros. En Abel, mi hermano, mi protector. En mi marido, que siempre creyó en mí. Pensé en cómo ellos habrían luchado, en cómo habrían enfrentado esto, y sentí una punzada de vergüenza.
Quise morirme. Lo pensé seriamente. Acabar con este castigo. Con este sufrimiento. Porque ¿qué sentido tiene seguir adelante? Estoy sola. Perdida. Muerta para el mundo.
Esa noche volví a soñar con ellos. Pero esta vez, él no estaba feliz. Su rostro estaba serio, sus ojos llenos de preocupación. Me miró fijamente, como si pudiera verme realmente, y me dijo solo una cosa: "No te rindas."
No era una súplica. Era una orden. Como si me estuviera recordando quién era, quién fui. Me desperté de golpe, con las palabras resonando en mi cabeza, y por primera vez en meses sentí algo diferente. No era desesperación. Era algo más. Algo que había estado enterrado bajo todo este dolor y miedo: determinación.
No voy a rendirme. No voy a dejar que me destruyan.
Ellos me enseñaron a luchar. Por mi familia, por la justicia, por las personas que amo. Lo hice una vez, por Abel, cuando juré que nunca dejaría que la muerte de mi hermano fuera en vano. Lo haré de nuevo.
Si quieren destruirme, tendrán que ganárselo. Porque a partir de hoy, voy a pelear. Voy a buscar la manera de salir de este agujero.
Umbrella me encerró aquí creyendo que me quebrarían, pero no saben con quién se han metido. No soy una sombra, no soy una víctima. Soy Leah Hadley. Y voy a salir de aquí. Aunque sea lo último que haga.
Apenas me muevo. Paso la mayor parte del tiempo dormida, aunque no sé si puedo llamarlo "descansar". El sueño se siente como una fuga temporal, un lugar donde mi mente puede escapar de estas paredes. Cuando no duermo, solo miro el techo, las grietas que se forman en las esquinas, los patrones que mi mente inventa en el blanco impoluto. Apenas como. Solo lo suficiente para no desfallecer. Pero, ¿para qué? ¿Para seguir existiendo en este agujero?
Hace unos días, o tal vez semanas, soñé con él. Con mi marido. Estábamos en casa, como antes. Reíamos juntos, el sonido de su risa llenando la habitación como un eco lejano que había olvidado. Todo parecía tan real, tan vívido. Podía sentir el calor de su mano en la mía, la textura de su camisa bajo mis dedos. En mi sueño, era feliz. Por un momento, lo fui también.
Cuando desperté, las lágrimas ya corrían por mi rostro. Abrí los ojos esperando verle, pero lo único que encontré fue el frío y opresivo vacío de este lugar. Ese techo blanco. Esas paredes grises. Ese reflejo en el vidrio.
Me vi a mí misma, demacrada, pálida, apenas una sombra de la mujer que una vez fui. Mi cabello colgaba en mechones desordenados, mis ojos estaban hundidos, apagados. No me reconocí. Fue entonces cuando sentí una ira que no había sentido en mucho tiempo. Una ira que se encendió como un fuego en mi pecho, quemándome.
Pensé en mi familia. En mis padres, que lo sacrificaron todo por nosotros. En Abel, mi hermano, mi protector. En mi marido, que siempre creyó en mí. Pensé en cómo ellos habrían luchado, en cómo habrían enfrentado esto, y sentí una punzada de vergüenza.
Quise morirme. Lo pensé seriamente. Acabar con este castigo. Con este sufrimiento. Porque ¿qué sentido tiene seguir adelante? Estoy sola. Perdida. Muerta para el mundo.
Esa noche volví a soñar con ellos. Pero esta vez, él no estaba feliz. Su rostro estaba serio, sus ojos llenos de preocupación. Me miró fijamente, como si pudiera verme realmente, y me dijo solo una cosa: "No te rindas."
No era una súplica. Era una orden. Como si me estuviera recordando quién era, quién fui. Me desperté de golpe, con las palabras resonando en mi cabeza, y por primera vez en meses sentí algo diferente. No era desesperación. Era algo más. Algo que había estado enterrado bajo todo este dolor y miedo: determinación.
No voy a rendirme. No voy a dejar que me destruyan.
Ellos me enseñaron a luchar. Por mi familia, por la justicia, por las personas que amo. Lo hice una vez, por Abel, cuando juré que nunca dejaría que la muerte de mi hermano fuera en vano. Lo haré de nuevo.
Si quieren destruirme, tendrán que ganárselo. Porque a partir de hoy, voy a pelear. Voy a buscar la manera de salir de este agujero.
Umbrella me encerró aquí creyendo que me quebrarían, pero no saben con quién se han metido. No soy una sombra, no soy una víctima. Soy Leah Hadley. Y voy a salir de aquí. Aunque sea lo último que haga.
Nevada
20 de noviembre de 2012
Diez días desde que decidí que no voy a rendirme. Y aunque sigo atrapada entre estas cuatro paredes, siento algo que creía perdido: vida.
Al principio no fue fácil. Mi cuerpo está débil, agotado tras meses de apenas moverme, de apenas comer. Pero cada día he intentado hacer algo, lo que sea, para recuperar fuerza. Al principio fue solo levantarme de la cama y caminar por la celda. Mis piernas protestaron como si estuvieran hechas de plomo, pero lo hice. Y después, me obligué a hacer algunas flexiones, sentadillas, cualquier cosa que me recordara que puedo moverme.
No es mucho, pero es un comienzo.
He empezado a comer más también. No porque quiera, sino porque lo necesito. Mi reflejo en el cristal me sigue devolviendo una imagen demacrada, casi irreconocible, pero hay algo diferente en esos ojos. Ya no están vacíos. Hay un destello, algo pequeño pero constante. Un recordatorio de que todavía estoy aquí.
Durante estos días, he comenzado a observar mi entorno de una manera nueva. Todo lo que antes parecía insignificante ahora me parece una posible herramienta. He examinado cada esquina de esta celda, cada grieta en las paredes, cada objeto que me han dejado. La cama, la bandeja de comida, incluso el espejo del baño: todo podría tener un uso si pienso lo suficiente. Si voy a salir de aquí, necesito aprovechar lo que tengo.
No sé cuánto tiempo me queda aquí. Tal vez Umbrella siga ignorándome, esperando que vuelva a quebrarme. Pero eso no va a pasar. No esta vez. Si siguen sin llevarme, lo usaré a mi favor. Cada día es una oportunidad para fortalecerme, para planear.
Me niego a seguir siendo su prisionera pasiva. Voy a encontrar la manera de escapar. Puede que me lleve semanas, meses, incluso años, pero lo haré. No por venganza, aunque la deseo más que nada, sino porque sé que hay algo más allá de estas paredes que merece mi lucha.
Mi familia ya no está aquí para verme, pero siento que están conmigo. Abel, mis padres, y él… mi marido. Cada vez que me siento tentada de caer de nuevo en la desesperación, pienso en ellos. En lo que me habrían dicho. En cómo habrían esperado que luchara.
No voy a decepcionarlos. No voy a decepcionarme a mí misma.
Escribo estas palabras como un pacto conmigo misma: no importa cuánto tiempo tome, ni lo difícil que sea, ni lo que tenga que hacer. Voy a salir de aquí. Voy a sobrevivir. Y cuando lo haga, me aseguraré de que Umbrella pague por todo esto.
Mi nombre es Leah Hadley. Y no voy a rendirme.
Al principio no fue fácil. Mi cuerpo está débil, agotado tras meses de apenas moverme, de apenas comer. Pero cada día he intentado hacer algo, lo que sea, para recuperar fuerza. Al principio fue solo levantarme de la cama y caminar por la celda. Mis piernas protestaron como si estuvieran hechas de plomo, pero lo hice. Y después, me obligué a hacer algunas flexiones, sentadillas, cualquier cosa que me recordara que puedo moverme.
No es mucho, pero es un comienzo.
He empezado a comer más también. No porque quiera, sino porque lo necesito. Mi reflejo en el cristal me sigue devolviendo una imagen demacrada, casi irreconocible, pero hay algo diferente en esos ojos. Ya no están vacíos. Hay un destello, algo pequeño pero constante. Un recordatorio de que todavía estoy aquí.
Durante estos días, he comenzado a observar mi entorno de una manera nueva. Todo lo que antes parecía insignificante ahora me parece una posible herramienta. He examinado cada esquina de esta celda, cada grieta en las paredes, cada objeto que me han dejado. La cama, la bandeja de comida, incluso el espejo del baño: todo podría tener un uso si pienso lo suficiente. Si voy a salir de aquí, necesito aprovechar lo que tengo.
No sé cuánto tiempo me queda aquí. Tal vez Umbrella siga ignorándome, esperando que vuelva a quebrarme. Pero eso no va a pasar. No esta vez. Si siguen sin llevarme, lo usaré a mi favor. Cada día es una oportunidad para fortalecerme, para planear.
Me niego a seguir siendo su prisionera pasiva. Voy a encontrar la manera de escapar. Puede que me lleve semanas, meses, incluso años, pero lo haré. No por venganza, aunque la deseo más que nada, sino porque sé que hay algo más allá de estas paredes que merece mi lucha.
Mi familia ya no está aquí para verme, pero siento que están conmigo. Abel, mis padres, y él… mi marido. Cada vez que me siento tentada de caer de nuevo en la desesperación, pienso en ellos. En lo que me habrían dicho. En cómo habrían esperado que luchara.
No voy a decepcionarlos. No voy a decepcionarme a mí misma.
Escribo estas palabras como un pacto conmigo misma: no importa cuánto tiempo tome, ni lo difícil que sea, ni lo que tenga que hacer. Voy a salir de aquí. Voy a sobrevivir. Y cuando lo haga, me aseguraré de que Umbrella pague por todo esto.
Mi nombre es Leah Hadley. Y no voy a rendirme.
Nevada
10 de diciembre de 2012
Han pasado semanas desde que decidí cambiar. He perdido la cuenta de los días exactos, pero eso ya no importa. Lo que importa es que estoy empezando a sentirme diferente. Más fuerte, más alerta. Más yo.
No ha sido fácil. Cada movimiento, cada pequeño esfuerzo, me recordó al principio lo lejos que había caído. Mi cuerpo todavía me duele al final del día, pero el dolor ahora me da una extraña sensación de orgullo. Es la prueba de que estoy luchando, de que no me estoy dejando morir.
La rutina se ha convertido en mi refugio. Cada mañana me obligo a levantarme, a moverme, a usar lo que tengo para mantener mi cuerpo en forma. Me he inventado ejercicios con lo poco que hay aquí: flexiones contra la cama, sentadillas, incluso usar la bandeja de metal de la comida como peso. Es ridículo, lo sé, pero es algo.
También he empezado a prestar más atención a los guardias, a sus horarios, a sus movimientos. No siempre vienen a la misma hora, pero hay patrones si observas lo suficiente. Algunos son más descuidados que otros, algunos parecen nuevos y nerviosos. Todo lo que noto lo guardo en mi mente, como si estuviera construyendo un rompecabezas del que aún no tengo todas las piezas.
Lo que no puedo entender todavía es por qué sigo aquí. Desde mi celda, sigo viendo cómo traen a otros. Cada vez que aparece alguien nuevo, trato de no mirar, pero siempre lo hago. Me detengo un segundo más que antes, observo sus gestos, sus intentos desesperados por comunicarse conmigo. Sigo sin responderles. No puedo. Pero ahora, en lugar de apartar la vista completamente, tomo nota. Sus reacciones, sus movimientos, cualquier cosa que pueda aprender de ellos.
La ira sigue conmigo, pero ya no es una ira paralizante. Es un fuego constante, algo que me impulsa. Pienso en Abel, en mis padres, en mi marido. Pienso en todo lo que he perdido y en cómo se sentirían al verme ahora, moviéndome, planificando, luchando por algo más que la supervivencia.
Hace unos días, encontré una pequeña grieta en una de las esquinas de la pared. Es apenas visible, pero está ahí. He empezado a rasparla con cuidado, usando un borde afilado de la bandeja de metal. No sé qué espero encontrar detrás, tal vez sea solo otro muro, pero tengo que intentarlo.
He empezado a pensar también en lo que diré si logro escapar. En cómo contaré esta historia. No como un testimonio de sufrimiento, sino como una advertencia. Umbrella tiene que caer, y si yo puedo ser parte de eso, aunque sea una pequeña parte, entonces todo este infierno habrá valido la pena.
Cada noche, antes de dormir, me repito las mismas palabras como un mantra: "No te rindas." Lo escucho con la voz de él, como si todavía estuviera conmigo. Y cada mañana, esas palabras me hacen levantarme y seguir adelante.
Todavía no sé cómo ni cuándo, pero saldré de aquí. Lo sé. Porque soy Leah Hadley. Y no voy a dejar que esta celda sea mi final.
No ha sido fácil. Cada movimiento, cada pequeño esfuerzo, me recordó al principio lo lejos que había caído. Mi cuerpo todavía me duele al final del día, pero el dolor ahora me da una extraña sensación de orgullo. Es la prueba de que estoy luchando, de que no me estoy dejando morir.
La rutina se ha convertido en mi refugio. Cada mañana me obligo a levantarme, a moverme, a usar lo que tengo para mantener mi cuerpo en forma. Me he inventado ejercicios con lo poco que hay aquí: flexiones contra la cama, sentadillas, incluso usar la bandeja de metal de la comida como peso. Es ridículo, lo sé, pero es algo.
También he empezado a prestar más atención a los guardias, a sus horarios, a sus movimientos. No siempre vienen a la misma hora, pero hay patrones si observas lo suficiente. Algunos son más descuidados que otros, algunos parecen nuevos y nerviosos. Todo lo que noto lo guardo en mi mente, como si estuviera construyendo un rompecabezas del que aún no tengo todas las piezas.
Lo que no puedo entender todavía es por qué sigo aquí. Desde mi celda, sigo viendo cómo traen a otros. Cada vez que aparece alguien nuevo, trato de no mirar, pero siempre lo hago. Me detengo un segundo más que antes, observo sus gestos, sus intentos desesperados por comunicarse conmigo. Sigo sin responderles. No puedo. Pero ahora, en lugar de apartar la vista completamente, tomo nota. Sus reacciones, sus movimientos, cualquier cosa que pueda aprender de ellos.
La ira sigue conmigo, pero ya no es una ira paralizante. Es un fuego constante, algo que me impulsa. Pienso en Abel, en mis padres, en mi marido. Pienso en todo lo que he perdido y en cómo se sentirían al verme ahora, moviéndome, planificando, luchando por algo más que la supervivencia.
Hace unos días, encontré una pequeña grieta en una de las esquinas de la pared. Es apenas visible, pero está ahí. He empezado a rasparla con cuidado, usando un borde afilado de la bandeja de metal. No sé qué espero encontrar detrás, tal vez sea solo otro muro, pero tengo que intentarlo.
He empezado a pensar también en lo que diré si logro escapar. En cómo contaré esta historia. No como un testimonio de sufrimiento, sino como una advertencia. Umbrella tiene que caer, y si yo puedo ser parte de eso, aunque sea una pequeña parte, entonces todo este infierno habrá valido la pena.
Cada noche, antes de dormir, me repito las mismas palabras como un mantra: "No te rindas." Lo escucho con la voz de él, como si todavía estuviera conmigo. Y cada mañana, esas palabras me hacen levantarme y seguir adelante.
Todavía no sé cómo ni cuándo, pero saldré de aquí. Lo sé. Porque soy Leah Hadley. Y no voy a dejar que esta celda sea mi final.
Nevada
13 de enero de 2013
Hoy es uno de esos días en los que me he dado cuenta de cuánto he cambiado desde que decidí luchar. No soy la misma Leah que llegó a esta celda hace meses. No soy la mujer rota que pensaba que no podía seguir adelante. Ahora, cada día es una batalla, pero una que estoy decidida a ganar.
He creado mi propio sistema aquí. No tengo mucho, pero lo que tengo lo uso. Mi celda se ha convertido en mi espacio de entrenamiento, mi lugar de planificación. Me levanto al amanecer (o lo que creo que es el amanecer, porque aquí nunca hay luz natural) y empiezo con lo básico: caminar de un lado a otro, estirarme, mover mi cuerpo. Ya no siento el mismo cansancio que antes; cada día puedo hacer más.
Hoy, después de calentar, decidí probar algo diferente. Usé la cama metálica como un peso improvisado, levantándola de un costado una y otra vez mientras contaba en voz alta. Sentir la tensión en mis brazos me recordó algo: todavía tengo fuerza, todavía puedo mejorar.
Entre los ejercicios, hablo conmigo misma. Lo hago en voz alta, para escuchar algo más que el silencio. A veces cuento historias de mi vida antes de todo esto, como si estuviera hablando con alguien más. Hoy recordé el día en que Abel me enseñó a montar en bicicleta. Me caí tantas veces que quería rendirme, pero él estaba ahí, levantándome, diciéndome que lo intentara una vez más.
"Una vez más, Leah, una vez más" me repetí, como si Abel estuviera aquí conmigo.
Después de mi entrenamiento, volví a la grieta en la pared. He avanzado bastante, pero todavía no es suficiente. Usé un trozo de la bandeja que logré afilar en un borde contra el suelo. El metal raspaba el concreto con un sonido agudo que casi me hizo sonreír. Es mi pequeña victoria diaria, cada raspadura una señal de que no me he rendido.
Me he dado cuenta de que los guardias apenas me miran. A veces eso me preocupa, pero otras lo veo como una ventaja. Mientras sigan subestimándome, tengo tiempo. Tiempo para planear, tiempo para fortalecerme.
Hoy, al terminar de trabajar en la grieta, me quedé mirando mi reflejo en el vidrio. Mi rostro sigue marcado, mis ojos hundidos, pero hay algo nuevo ahí: determinación. Esa Leah que veía antes, perdida y rota, ya no está. Ahora veo a alguien diferente. Alguien que está lista para pelear.
Antes de acostarme, canté de nuevo. Esta vez fue algo que mi madre solía cantar cuando necesitaba consuelo. Mi voz era baja, temblorosa, pero no me importó. Canté porque me recordaba quién soy y de dónde vengo.
Mañana será otro día. Otro paso. Sé que todavía hay un largo camino por delante, pero estoy dispuesta a recorrerlo. Porque no importa cuánto tarde, voy a salir de aquí. Y cuando lo haga, Umbrella sabrá quién es Leah Hadley.
He creado mi propio sistema aquí. No tengo mucho, pero lo que tengo lo uso. Mi celda se ha convertido en mi espacio de entrenamiento, mi lugar de planificación. Me levanto al amanecer (o lo que creo que es el amanecer, porque aquí nunca hay luz natural) y empiezo con lo básico: caminar de un lado a otro, estirarme, mover mi cuerpo. Ya no siento el mismo cansancio que antes; cada día puedo hacer más.
Hoy, después de calentar, decidí probar algo diferente. Usé la cama metálica como un peso improvisado, levantándola de un costado una y otra vez mientras contaba en voz alta. Sentir la tensión en mis brazos me recordó algo: todavía tengo fuerza, todavía puedo mejorar.
Entre los ejercicios, hablo conmigo misma. Lo hago en voz alta, para escuchar algo más que el silencio. A veces cuento historias de mi vida antes de todo esto, como si estuviera hablando con alguien más. Hoy recordé el día en que Abel me enseñó a montar en bicicleta. Me caí tantas veces que quería rendirme, pero él estaba ahí, levantándome, diciéndome que lo intentara una vez más.
"Una vez más, Leah, una vez más" me repetí, como si Abel estuviera aquí conmigo.
Después de mi entrenamiento, volví a la grieta en la pared. He avanzado bastante, pero todavía no es suficiente. Usé un trozo de la bandeja que logré afilar en un borde contra el suelo. El metal raspaba el concreto con un sonido agudo que casi me hizo sonreír. Es mi pequeña victoria diaria, cada raspadura una señal de que no me he rendido.
Me he dado cuenta de que los guardias apenas me miran. A veces eso me preocupa, pero otras lo veo como una ventaja. Mientras sigan subestimándome, tengo tiempo. Tiempo para planear, tiempo para fortalecerme.
Hoy, al terminar de trabajar en la grieta, me quedé mirando mi reflejo en el vidrio. Mi rostro sigue marcado, mis ojos hundidos, pero hay algo nuevo ahí: determinación. Esa Leah que veía antes, perdida y rota, ya no está. Ahora veo a alguien diferente. Alguien que está lista para pelear.
Antes de acostarme, canté de nuevo. Esta vez fue algo que mi madre solía cantar cuando necesitaba consuelo. Mi voz era baja, temblorosa, pero no me importó. Canté porque me recordaba quién soy y de dónde vengo.
Mañana será otro día. Otro paso. Sé que todavía hay un largo camino por delante, pero estoy dispuesta a recorrerlo. Porque no importa cuánto tarde, voy a salir de aquí. Y cuando lo haga, Umbrella sabrá quién es Leah Hadley.
Nevada
3 de febrero de 2013
Algo cambió hoy. Algo que no esperaba, algo que me ha descolocado completamente.
La mañana empezó como cualquier otra. Me desperté con el ruido de la puerta, como siempre. Recogí la bandeja de comida, igual que cada día, y la miré con la misma mezcla de resignación y desprecio de siempre. Pero esta vez, mientras comía, algo se sintió diferente. Era un ligero mareo, una sensación de cansancio que comenzó a apoderarse de mí lentamente. Pensé que tal vez estaba agotada, que mi rutina de ejercicio estaba comenzando a pasarme factura. Pero no... no era eso.
Mis párpados comenzaron a pesar como nunca antes. Traté de resistirme, de mantenerme despierta, pero no pude. La última imagen que recuerdo es mi bandeja cayendo al suelo antes de que todo se volviera negro.
Cuando desperté, lo primero que noté fue el silencio. Ese silencio opresivo que me envolvía como una manta pesada. Abrí los ojos y, por un momento, no entendí dónde estaba. Esto no era mi celda. No podía serlo.
El suelo era de un blanco tan puro que dolía mirarlo, las paredes del mismo material, suaves y perfectas, como si fueran de un material que no podía ser dañado ni marcado. Me incorporé lentamente, sintiendo cómo mi corazón comenzaba a acelerarse. Frente a mí, donde debería estar la puerta, había un enorme cristal, tan transparente que por un segundo pensé que no había nada allí. Pero al acercarme, lo toqué. Era frío, sólido, impenetrable.
Más allá del cristal, vi un pasillo igualmente blanco, iluminado con luces brillantes que parecían no proyectar sombras. A primera vista, estaba vacío, pero cuando miré con más atención, noté otras celdas, idénticas a la mía. Algunas estaban vacías, pero otras...
Dios. No sabía si estaba viendo personas o monstruos.
En una de las celdas cercanas había un hombre. Estaba sentado en la esquina, con la mirada perdida, como si no le quedara nada dentro. En otras, vi cosas que me hicieron retroceder instintivamente. Criaturas que había visto antes, en Raccoon City. Zombies. Pero no eran como los que recordaba. Algunos estaban deformados, otros se movían con una velocidad y agilidad que no deberían tener. En una celda más alejada, algo enorme y grotesco se agitaba lentamente, su forma indescriptible pero aterradora.
Golpeé el cristal instintivamente, tratando de asegurarme de que lo que veía era real, pero no se escuchó nada. Era como si el sonido mismo estuviera apagado aquí.
Al fondo de mi celda, vi una cama, anclada a la pared como si fuera parte del lugar. Un colchón blanco la cubría. También había un lavabo, un espejo y un inodoro, todo perfectamente integrado en el diseño blanco y brillante de la celda. Pero lo que llamó mi atención fue un pequeño armario con ropa y una estantería.
Me acerqué al armario primero. Pijamas blancos, idénticos al que llevaba puesto. Nada más. No zapatos, no calcetines. Solo eso. Luego fui a la estantería. Había libros. Mi corazón se aceleró por un momento. Libros. Algo para ocupar mi mente, para distraerme. Pero cuando miré más de cerca, mi esperanza se desmoronó.
Todos eran sobre Umbrella.
Me quedé mirándolos, una mezcla de rabia y incredulidad creciendo dentro de mí. Uno de los títulos decía "La historia de Umbrella: Innovación y excelencia". Otro, "El futuro de la humanidad: Un análisis de la ciencia avanzada". Eran una burla. Una maldita burla.
Tomé uno de los libros y lo lancé con todas mis fuerzas contra el cristal. Rebotó y cayó al suelo con un sonido seco. No dejó ni una marca. Me quedé mirando el libro tirado, con las manos temblando de rabia. Esto no era una celda. Era un habitáculo, un maldito experimento. Y yo era el espécimen. Comencé a gritar, de pura rabia, lanzando los demás libros.
Me senté en el suelo, tratando de controlar mi respiración. El blanco de la celda parecía querer tragarse todo, incluso mis pensamientos. No podía permitirme perder el control. No ahora.
Esto no es una prisión. Es un zoológico. Y soy parte de la exhibición.
¿Qué quieren de mí? ¿Por qué me trajeron aquí? Y, lo más importante, ¿qué están planeando?
No lo sé, pero lo voy a averiguar. Tengo que hacerlo. Porque si hay algo que he aprendido en estos meses es que no puedo dejar que me rompan. Y si creen que esto me va a detener... se equivocan.
Escribo estas palabras como un recordatorio. No importa dónde esté. No importa lo que intenten. Voy a encontrar una forma de salir de aquí. Voy a sobrevivir. Y voy a hacer que Umbrella pague por esto.
Lo prometo.
La mañana empezó como cualquier otra. Me desperté con el ruido de la puerta, como siempre. Recogí la bandeja de comida, igual que cada día, y la miré con la misma mezcla de resignación y desprecio de siempre. Pero esta vez, mientras comía, algo se sintió diferente. Era un ligero mareo, una sensación de cansancio que comenzó a apoderarse de mí lentamente. Pensé que tal vez estaba agotada, que mi rutina de ejercicio estaba comenzando a pasarme factura. Pero no... no era eso.
Mis párpados comenzaron a pesar como nunca antes. Traté de resistirme, de mantenerme despierta, pero no pude. La última imagen que recuerdo es mi bandeja cayendo al suelo antes de que todo se volviera negro.
Cuando desperté, lo primero que noté fue el silencio. Ese silencio opresivo que me envolvía como una manta pesada. Abrí los ojos y, por un momento, no entendí dónde estaba. Esto no era mi celda. No podía serlo.
El suelo era de un blanco tan puro que dolía mirarlo, las paredes del mismo material, suaves y perfectas, como si fueran de un material que no podía ser dañado ni marcado. Me incorporé lentamente, sintiendo cómo mi corazón comenzaba a acelerarse. Frente a mí, donde debería estar la puerta, había un enorme cristal, tan transparente que por un segundo pensé que no había nada allí. Pero al acercarme, lo toqué. Era frío, sólido, impenetrable.
Más allá del cristal, vi un pasillo igualmente blanco, iluminado con luces brillantes que parecían no proyectar sombras. A primera vista, estaba vacío, pero cuando miré con más atención, noté otras celdas, idénticas a la mía. Algunas estaban vacías, pero otras...
Dios. No sabía si estaba viendo personas o monstruos.
En una de las celdas cercanas había un hombre. Estaba sentado en la esquina, con la mirada perdida, como si no le quedara nada dentro. En otras, vi cosas que me hicieron retroceder instintivamente. Criaturas que había visto antes, en Raccoon City. Zombies. Pero no eran como los que recordaba. Algunos estaban deformados, otros se movían con una velocidad y agilidad que no deberían tener. En una celda más alejada, algo enorme y grotesco se agitaba lentamente, su forma indescriptible pero aterradora.
Golpeé el cristal instintivamente, tratando de asegurarme de que lo que veía era real, pero no se escuchó nada. Era como si el sonido mismo estuviera apagado aquí.
Al fondo de mi celda, vi una cama, anclada a la pared como si fuera parte del lugar. Un colchón blanco la cubría. También había un lavabo, un espejo y un inodoro, todo perfectamente integrado en el diseño blanco y brillante de la celda. Pero lo que llamó mi atención fue un pequeño armario con ropa y una estantería.
Me acerqué al armario primero. Pijamas blancos, idénticos al que llevaba puesto. Nada más. No zapatos, no calcetines. Solo eso. Luego fui a la estantería. Había libros. Mi corazón se aceleró por un momento. Libros. Algo para ocupar mi mente, para distraerme. Pero cuando miré más de cerca, mi esperanza se desmoronó.
Todos eran sobre Umbrella.
Me quedé mirándolos, una mezcla de rabia y incredulidad creciendo dentro de mí. Uno de los títulos decía "La historia de Umbrella: Innovación y excelencia". Otro, "El futuro de la humanidad: Un análisis de la ciencia avanzada". Eran una burla. Una maldita burla.
Tomé uno de los libros y lo lancé con todas mis fuerzas contra el cristal. Rebotó y cayó al suelo con un sonido seco. No dejó ni una marca. Me quedé mirando el libro tirado, con las manos temblando de rabia. Esto no era una celda. Era un habitáculo, un maldito experimento. Y yo era el espécimen. Comencé a gritar, de pura rabia, lanzando los demás libros.
Me senté en el suelo, tratando de controlar mi respiración. El blanco de la celda parecía querer tragarse todo, incluso mis pensamientos. No podía permitirme perder el control. No ahora.
Esto no es una prisión. Es un zoológico. Y soy parte de la exhibición.
¿Qué quieren de mí? ¿Por qué me trajeron aquí? Y, lo más importante, ¿qué están planeando?
No lo sé, pero lo voy a averiguar. Tengo que hacerlo. Porque si hay algo que he aprendido en estos meses es que no puedo dejar que me rompan. Y si creen que esto me va a detener... se equivocan.
Escribo estas palabras como un recordatorio. No importa dónde esté. No importa lo que intenten. Voy a encontrar una forma de salir de aquí. Voy a sobrevivir. Y voy a hacer que Umbrella pague por esto.
Lo prometo.
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