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Estás solo, todo está destruído, la muerte quiere cazarte. Has sobrevivido al fin y eso no es todo: esta guerra sigue en pie, pues el fin supone un nuevo principio, uno más tormentoso donde tendrás que demostrar lo que vales. ¿Crees poder sobrevivir?, si no... Abandonad toda esperanza aquellos que os adentráis en este nuevo, virulento y destrozado lugar.
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Por alguna razón... || James J. Yeager
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Por alguna razón...
09/11/15 ▬ Cerca de Salina ▬ Kansas ▬ Soleado ▬ Mediodía ▬ B.S.O.
Las cosas se estaban poniendo últimamente bastante tranquilas y eso no era buena señal. Maze, Dallas y yo nos pasábamos el día últimamente trabajando en el refugio. Habíamos mejorado la electricidad lo máximo posible, ya que muchas partes del cableado estaban deterioradas por el paso del tiempo y las ratas... que por cierto a esas también las tuvimos que echar. Y ahora el refugio al menos en cuanto a limpieza y plagas estaba totalmente limpio.
Había salido en busca de provisiones con la vieja furgoneta de Jay, la volkswagen roja funcionaba bastante bien y lo más importante, era muy útil. De su dueño tristemente aún no sabíamos nada. Según un mapa que me había hecho Maze por aquí había una cabaña, de un guardabosques, en ella encontraría cajas de tornillos, cableado y algunas cosillas más que necesitábamos. ¿Por qué tenían eso ahí? A saber, Maze lo vio en una salida y no pudo traerlo, así que me tocaría a mi.
Conducía por carreteras secundarias rodeadas de bosques.
- Según esto debería ser aquí... - detuve la furgoneta en la entrada de un camino, saqué el papel donde Maze había dibujado un mapa improvisado y lo analicé. - Espero que no se haya equivocado... - bajé del coche cargando con algunas de mis armas. Tras el incidente del supermercado había perdido una buena parte de ellas, pero ya había encontrado nuevas y volvía a tener un buen pequeño arsenal. Aseguré los kukris en mi cintura... revisé la vieja beretta y el cargador del revólver. Sonreí al sujetar esta arma. Había pertenecido a mi padre, la encontré en su antiguo despacho: lo cual también me ponía triste. Desconocía donde estaba, pero si se había sin su arma... no podía ser nada bueno.
Avancé por el sendero un par de metros, parecía que hacía mucho tiempo que nadie irrumpía allí, buscaba una vieja cabaña que era lo que Maze me había dicho que debía de encontrar, pero en su lugar... una enorme casa comenzó a aparecer en el horizonte y detrás de esta había un pequeño largo. Los rayos de sol se reflejaban en la superficie del agua y otros traspasaban las ventanas rotas de la casa, formando una estampa bonita a la vez que triste. El estado de abandono era más que evidente, un árbol atravesaba la vivienda, por lo que seguramente llevaría abandonada incluso desde antes del brote del virus. ¿Pero a dónde me había enviado Maze y dónde estaría la dichosa cabaña?
- :
James encuentra un viejo ultramarinos cuatro días después de su tropiezo con el viejo escuadrón. Los últimos rayos del sol caen casi horizontales entre los arboles y la brisa mueve sus hojas, sacando una melodía de aplausos ligeramente húmedos.
El lugar es pequeño y poco llamativo, abandonado en algún punto de la frontera entre Nevada y Utah. Una caja encalada llena de papeles hechos una bola, latas vacías esparcidas por el suelo, estanterías caídas y una miríada de formas acromáticas. La oscuridad se traga todas las paredes y James siente esta sensación de vacío que le observa.
La trastienda es un cubículo de aire viciado y polvo, sin ventanas y una vieja puerta de servicio atascada, pero James encuentra comida y agua para varios días, algunos medicamentos de venta libre e incluso un pequeño botiquín amarillento con antibióticos de amplio espectro, gasas, vendas y desinfectante. Todo cubierto por una gruesa capa de polvo. Quien quiera que sea que haya estado viviendo allí, no volvió.
Esa noche James la pasa bajo techo.
James no se da cuenta que ha cruzado dos estados hasta que ve una señal tirada en la cuneta, medio ilegible por el paso del tiempo. Treinta y cinco kilómetros hasta Alamosa, Colorado.
Continúa hasta que las piernas le tiemblan, como si ya no fueran lo suficientemente fuertes para soportar el enorme e invisible peso que carga sobre los hombros y es casi sobrecogedor lo rota que parece su espalda, con la tela cediendo sobre sus huesos como cuchillas.
A lo mejor ha pasado un día entre hoy y ayer. O tal vez más de uno. James ya no está seguro.
Es media noche cuando James entra en una casa de Jetmore, a medio camino de Salina, buscando refugio. La neblina hace que todas las esquinas se vuelvan curvas y todo se vea desenfocado, cubriéndolo todo con un pesado velo de letargo.
La casa es una construcción pequeña y deslucida, sucia y medio vacía. Probablemente saqueada por gente menos escrupulosa que James, que se ha quedado de pie en el umbral de la puerta de entrada al ver a dos cuerpos todavía sentados en el sofá, en un abrazo casi tan trágico como los agujeros de bala que tienen en las sienes. La vista es desconocida pero no extraña, como si fuera algo que ya debe de haber ocurrido antes pero que escapa a su memoria.
El pasillo es corto pero sus paredes están repletas de instantáneas de diferentes personas y lugares. Una sinopsis de la vida de los inquilinos presentada con precisión militar. Sin embargo, lo que hace que a James se le acelere el pulso y la cabeza le de vueltas está detrás de la puerta a la única habitación en la que todavía no ha mirado, adornada con coloridas pegatinas que forman una sola palabra: ‘Megan’. Dentro, la pequeña Megan descansa bajo las mantas. Todo huesos, lineas demacradas, y una furiosa herida en la sien. James pierde la capacidad de respirar y reflexiona sobre qué podría ser el vacío que le oprime el pecho.
Al amanecer, los entierra a los tres en el jardín trasero.
El coche que encontró en Jetmore le deja tirado en una carretera secundaria cerca de la interestatal setenta, a las afueras de Ellsworth y con una horda pisándole los talones. Esa noche la pasa estirado en el techo de una autocaravana abandonada, con la muerte por debajo y el cielo encima.
James tiene un recuerdo lejano, tanto que parece que ya ni siquiera es suyo, de cuando solía tumbarse en el jardín de su casa y levantaba la vista hacia la Luna y las estrellas engastadas en las nubes. Casi tan cerca como para poder soplar y convertirlas en constelaciones. La sensación cálida que solía sentir en su interior ahora parece algo imposible en la desolación del rostro de James.
Noviembre marchita el mundo con su puesta de sol cuando James encuentra una casa engullida por la naturaleza una tarde particularmente fría. Parece como si sus paredes fueran a derrumbarse con el más leve roce de la brisa, incapaces de aguantar ni su propio peso, si no fuera por las enredaderas que la mantienen de una pieza como vértebras de tejido vivo. La pintura azul de las pareces está cuarteada y raída; un colorido revestimiento de fragilidad que apenas consigue alejar el amianto post-moderno.
Un árbol inmenso atraviesa el porche en vertical y es tan imponente que James piensa que es casi como si tuviera que ser así. Esa casa parece la viva imagen de en lo que se ha convertido el mundo.
Dentro apesta a hojas en descomposición y promesas olvidadas. Los muebles están cubiertos por sabanas blancas y una gruesa capa de polvo, con unas escaleras estrechas que suben al segundo piso, flanqueadas por la cocina y la sala de estar. Las cortinas caen flácidas como banderas en rendición y James se siente aislado, como si estuviera en el decorado de una película, construido con polvo y sueños agrietados.
En la cocina encuentra cecina, unas cuantas latas de comida y una botella de ron.
La noche se pinta del sonido del viento y del agua del lago sobre la figura inmóvil de James. La medianoche pasó hace horas y le arden los ojos por la fatiga pero no puede dormir. Así que decide buscar sosiego en ese mar de caña de azúcar fermentada que encontró por la tarde.
Esa noche James se emborracha en el balcón del segundo piso que da al lago, con las piernas colgando de la cornisa y tragándose sus sueños corrosivos y su desesperanza. El alcohol sabe a cuchillas rebanádole la garganta y le cae como un ladrillo en el estómago, pero eso no consigue llenar el abismo que hay dentro de él.
James se despierta de su imprudencia cuando el sol ya está alto en el cielo y con él, el deseo de hundir la cara en la almohada y echarse a llorar. El otoño trae días que desaparecen de repente y mañanas que dejan de llegar y se pregunta cuánto tiempo lleva viviendo así.
James no recuerda haber roto la botella, pero puede imaginárselo por la mancha reseca de alcohol en la pared y los cristales esparcidos por el suelo. Tampoco sabe porque tiene los nudillos abiertos y sangre medio seca tirándole de la piel, pero todo eso le parece irrelevante cuando al levantarse el estómago se le vuelve del revés y un dolor punzante le atraviesa la cabeza como un latigazo.
La puerta del baño del cuarto está abierta y James se acerca tambaleándose hasta que ve esparcido por el suelo lo que queda del espejo. Practicamente puede escuchar el escándalo que debe haber montado y cómo James no ha atraído atención indeseada, no tiene ni idea.
Es espantoso la facilidad con la que James piensa en lo que fácil que seria cortarse la venas con uno de aquellos cristales e irse de una vez con un susurro. Y puede que lo hubiera intentado si su atención no hubiera sido captada por otra cosa.
Cuando se asoma por detrás de las cortinas, opacas y desgastadas, James ve a una mujer acercarse a la casa, demasiado ligera como para estar de paso. El pánico que le oprime los pulmones le dice que recoga su mochila y eche a correr, que los vivos son peores que los muertos y permitirse creer en las buenas intenciones de alguien es un lujo demasiado caro.
Así que baja las escaleras de dos en dos, apoyándose en la pared, luchando contra el cóctel de sensaciones oprimiéndole las sienes y el fuerte olor a alcohol que desprende su ropa. Pero la desconocida ya está demasiado cerca para que pueda salir por la entrada así que corre hacia a la cocina, para darse cuenta que la puerta de atrás está cerrada a cal y canto.
Sin salida ni adónde ir, James se esconde detrás de la puerta de la despensa, tres metros cuadrados de suciedad y telarañas, con los nervios en erupción y la pistola entre los dedos. No puede apartar la vista de la forma en la que sus dedos tiemblan y sólo entonces ve la sangre. Maldice en voz alta el rastro que debe haber dejado por toda la casa.
El lugar es pequeño y poco llamativo, abandonado en algún punto de la frontera entre Nevada y Utah. Una caja encalada llena de papeles hechos una bola, latas vacías esparcidas por el suelo, estanterías caídas y una miríada de formas acromáticas. La oscuridad se traga todas las paredes y James siente esta sensación de vacío que le observa.
La trastienda es un cubículo de aire viciado y polvo, sin ventanas y una vieja puerta de servicio atascada, pero James encuentra comida y agua para varios días, algunos medicamentos de venta libre e incluso un pequeño botiquín amarillento con antibióticos de amplio espectro, gasas, vendas y desinfectante. Todo cubierto por una gruesa capa de polvo. Quien quiera que sea que haya estado viviendo allí, no volvió.
Esa noche James la pasa bajo techo.
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James no se da cuenta que ha cruzado dos estados hasta que ve una señal tirada en la cuneta, medio ilegible por el paso del tiempo. Treinta y cinco kilómetros hasta Alamosa, Colorado.
Continúa hasta que las piernas le tiemblan, como si ya no fueran lo suficientemente fuertes para soportar el enorme e invisible peso que carga sobre los hombros y es casi sobrecogedor lo rota que parece su espalda, con la tela cediendo sobre sus huesos como cuchillas.
A lo mejor ha pasado un día entre hoy y ayer. O tal vez más de uno. James ya no está seguro.
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Es media noche cuando James entra en una casa de Jetmore, a medio camino de Salina, buscando refugio. La neblina hace que todas las esquinas se vuelvan curvas y todo se vea desenfocado, cubriéndolo todo con un pesado velo de letargo.
La casa es una construcción pequeña y deslucida, sucia y medio vacía. Probablemente saqueada por gente menos escrupulosa que James, que se ha quedado de pie en el umbral de la puerta de entrada al ver a dos cuerpos todavía sentados en el sofá, en un abrazo casi tan trágico como los agujeros de bala que tienen en las sienes. La vista es desconocida pero no extraña, como si fuera algo que ya debe de haber ocurrido antes pero que escapa a su memoria.
El pasillo es corto pero sus paredes están repletas de instantáneas de diferentes personas y lugares. Una sinopsis de la vida de los inquilinos presentada con precisión militar. Sin embargo, lo que hace que a James se le acelere el pulso y la cabeza le de vueltas está detrás de la puerta a la única habitación en la que todavía no ha mirado, adornada con coloridas pegatinas que forman una sola palabra: ‘Megan’. Dentro, la pequeña Megan descansa bajo las mantas. Todo huesos, lineas demacradas, y una furiosa herida en la sien. James pierde la capacidad de respirar y reflexiona sobre qué podría ser el vacío que le oprime el pecho.
Al amanecer, los entierra a los tres en el jardín trasero.
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El coche que encontró en Jetmore le deja tirado en una carretera secundaria cerca de la interestatal setenta, a las afueras de Ellsworth y con una horda pisándole los talones. Esa noche la pasa estirado en el techo de una autocaravana abandonada, con la muerte por debajo y el cielo encima.
James tiene un recuerdo lejano, tanto que parece que ya ni siquiera es suyo, de cuando solía tumbarse en el jardín de su casa y levantaba la vista hacia la Luna y las estrellas engastadas en las nubes. Casi tan cerca como para poder soplar y convertirlas en constelaciones. La sensación cálida que solía sentir en su interior ahora parece algo imposible en la desolación del rostro de James.
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Noviembre marchita el mundo con su puesta de sol cuando James encuentra una casa engullida por la naturaleza una tarde particularmente fría. Parece como si sus paredes fueran a derrumbarse con el más leve roce de la brisa, incapaces de aguantar ni su propio peso, si no fuera por las enredaderas que la mantienen de una pieza como vértebras de tejido vivo. La pintura azul de las pareces está cuarteada y raída; un colorido revestimiento de fragilidad que apenas consigue alejar el amianto post-moderno.
Un árbol inmenso atraviesa el porche en vertical y es tan imponente que James piensa que es casi como si tuviera que ser así. Esa casa parece la viva imagen de en lo que se ha convertido el mundo.
Dentro apesta a hojas en descomposición y promesas olvidadas. Los muebles están cubiertos por sabanas blancas y una gruesa capa de polvo, con unas escaleras estrechas que suben al segundo piso, flanqueadas por la cocina y la sala de estar. Las cortinas caen flácidas como banderas en rendición y James se siente aislado, como si estuviera en el decorado de una película, construido con polvo y sueños agrietados.
En la cocina encuentra cecina, unas cuantas latas de comida y una botella de ron.
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La noche se pinta del sonido del viento y del agua del lago sobre la figura inmóvil de James. La medianoche pasó hace horas y le arden los ojos por la fatiga pero no puede dormir. Así que decide buscar sosiego en ese mar de caña de azúcar fermentada que encontró por la tarde.
Esa noche James se emborracha en el balcón del segundo piso que da al lago, con las piernas colgando de la cornisa y tragándose sus sueños corrosivos y su desesperanza. El alcohol sabe a cuchillas rebanádole la garganta y le cae como un ladrillo en el estómago, pero eso no consigue llenar el abismo que hay dentro de él.
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James se despierta de su imprudencia cuando el sol ya está alto en el cielo y con él, el deseo de hundir la cara en la almohada y echarse a llorar. El otoño trae días que desaparecen de repente y mañanas que dejan de llegar y se pregunta cuánto tiempo lleva viviendo así.
James no recuerda haber roto la botella, pero puede imaginárselo por la mancha reseca de alcohol en la pared y los cristales esparcidos por el suelo. Tampoco sabe porque tiene los nudillos abiertos y sangre medio seca tirándole de la piel, pero todo eso le parece irrelevante cuando al levantarse el estómago se le vuelve del revés y un dolor punzante le atraviesa la cabeza como un latigazo.
La puerta del baño del cuarto está abierta y James se acerca tambaleándose hasta que ve esparcido por el suelo lo que queda del espejo. Practicamente puede escuchar el escándalo que debe haber montado y cómo James no ha atraído atención indeseada, no tiene ni idea.
Es espantoso la facilidad con la que James piensa en lo que fácil que seria cortarse la venas con uno de aquellos cristales e irse de una vez con un susurro. Y puede que lo hubiera intentado si su atención no hubiera sido captada por otra cosa.
Cuando se asoma por detrás de las cortinas, opacas y desgastadas, James ve a una mujer acercarse a la casa, demasiado ligera como para estar de paso. El pánico que le oprime los pulmones le dice que recoga su mochila y eche a correr, que los vivos son peores que los muertos y permitirse creer en las buenas intenciones de alguien es un lujo demasiado caro.
Así que baja las escaleras de dos en dos, apoyándose en la pared, luchando contra el cóctel de sensaciones oprimiéndole las sienes y el fuerte olor a alcohol que desprende su ropa. Pero la desconocida ya está demasiado cerca para que pueda salir por la entrada así que corre hacia a la cocina, para darse cuenta que la puerta de atrás está cerrada a cal y canto.
Sin salida ni adónde ir, James se esconde detrás de la puerta de la despensa, tres metros cuadrados de suciedad y telarañas, con los nervios en erupción y la pistola entre los dedos. No puede apartar la vista de la forma en la que sus dedos tiemblan y sólo entonces ve la sangre. Maldice en voz alta el rastro que debe haber dejado por toda la casa.
Se trataba de una estampa que mezclaba lo bello con lo tenebroso, curiosa. Pero yo no podía apreciarla, me sentía bastante confusa, porque no sabía dónde estaba. Tal vez hubiera sido mi culpa, porque no había sido capaz de entender las anotaciones de Maze... o ella, que tampoco lo hubiera hecho muy allá... no sabía por qué, pero me imaginaba que había sido su culpa. Sonreí de lado. Esa loca...
Igual la antigua policía consideraba que eso era una cabaña. Me encogí de hombros y avancé guardando el plano en el bolsillo trasero del pantalón. Acto seguido desenfundé de la pernera de mi pantalón la beretta que portaba.
Con el arma apuntando hacia el suelo avancé por las escaleras hasta llegar a la puerta de la casa. Miraba en todas direcciones, muy atenta ante cualquier posible problema. Pasé al interior de la vivienda, aquella estampa era desoladora, como la mayoría de lugares hoy en día.
Avancé por el suelo de madera con calma, los tablones crujían a cada paso que daba. Por lo que era incapaz de escuchar otros posibles ruidos, entonces durante un instante me quedé quieta. Nada, no se escuchaba nada.
- Maldita sea Maze... ¿dónde me has enviado? - me dije en voz baja, con bastante fastidio, allí dudaba que pudiera obtener algo de utilidad. Estaba a punto de marcharme cuando me fijé en el rastro de sangre que había en la pared. Eran marcas de formas irregulares, en aquel instante alcé algo más el arma porque la sangre no parecía muy reseca, si no más bien reciente.
- ¡¿Hola?! - pregunté. - ¿Hay alguien o algo por ahí? - avancé un par de pasos más. Mientras mis ojos seguían la ruta de las marcas, que o bien podrían subir a la segunda planta, o... hacia uno de los lados de las escaleras. Dejé el polvoriento salón atrás y avancé hasta lo que parecía una cocina. Las marcas eran ya casi imperceptibles, pero al fijarme podía ver que se acercaban a una nueva puerta.
La cocina era bastante sucia y vieja. Cubierta de muebles de color beige y paredes de losa amarillas que dañaban a la vista. Quedé en frente de la puerta y estiré mi mano para abrirla rápidamente, al tiempo de retroceder y apuntar con el arma. Se trataba de un hombre, uno vivo. Dudé de lo que estaba haciendo e hice bajar mi arma apenas un poco.
- ¿Necesitas ayuda? - aún no había terminado de bajar el arma, ya que no podía confiar en nadie. - Tengo gasas y desinfectante en mi coche - tal vez aquello fuera de ayuda, aunque no sabía muy bien cómo iba a reaccionar ante aquello.
Igual la antigua policía consideraba que eso era una cabaña. Me encogí de hombros y avancé guardando el plano en el bolsillo trasero del pantalón. Acto seguido desenfundé de la pernera de mi pantalón la beretta que portaba.
Con el arma apuntando hacia el suelo avancé por las escaleras hasta llegar a la puerta de la casa. Miraba en todas direcciones, muy atenta ante cualquier posible problema. Pasé al interior de la vivienda, aquella estampa era desoladora, como la mayoría de lugares hoy en día.
Avancé por el suelo de madera con calma, los tablones crujían a cada paso que daba. Por lo que era incapaz de escuchar otros posibles ruidos, entonces durante un instante me quedé quieta. Nada, no se escuchaba nada.
- Maldita sea Maze... ¿dónde me has enviado? - me dije en voz baja, con bastante fastidio, allí dudaba que pudiera obtener algo de utilidad. Estaba a punto de marcharme cuando me fijé en el rastro de sangre que había en la pared. Eran marcas de formas irregulares, en aquel instante alcé algo más el arma porque la sangre no parecía muy reseca, si no más bien reciente.
- ¡¿Hola?! - pregunté. - ¿Hay alguien o algo por ahí? - avancé un par de pasos más. Mientras mis ojos seguían la ruta de las marcas, que o bien podrían subir a la segunda planta, o... hacia uno de los lados de las escaleras. Dejé el polvoriento salón atrás y avancé hasta lo que parecía una cocina. Las marcas eran ya casi imperceptibles, pero al fijarme podía ver que se acercaban a una nueva puerta.
La cocina era bastante sucia y vieja. Cubierta de muebles de color beige y paredes de losa amarillas que dañaban a la vista. Quedé en frente de la puerta y estiré mi mano para abrirla rápidamente, al tiempo de retroceder y apuntar con el arma. Se trataba de un hombre, uno vivo. Dudé de lo que estaba haciendo e hice bajar mi arma apenas un poco.
- ¿Necesitas ayuda? - aún no había terminado de bajar el arma, ya que no podía confiar en nadie. - Tengo gasas y desinfectante en mi coche - tal vez aquello fuera de ayuda, aunque no sabía muy bien cómo iba a reaccionar ante aquello.
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Las tablas de madera crujen bajo el peso de la desconocida y James se olvida de respirar. Sus pasos dan forma a un estresante ritmo que se queda flotando entorno a él. No es especialmente ruidoso, pero el sonido es del tipo que acaba atrapándote, ahogándote lentamente sin dejar nada excepto puntas de los dedos aferrándose desesperadas a la tierra y burbujas de aire rompiendo la superficie. Las paredes de la diminuta despensa se cierran a su alrededor y las ganas de salir de ahí y mandar la prudencia al diablo comienza a ser imperante.
Antes de que James pierda la batalla contra sí mismo los pasos se alejan y él se alegra demasiado rápido, porque antes de que pueda reaccionar la desconocida está entrado en la cocina pegando voces. El rastro que ha dejado por la casa ha puesto un cártel sobre su cabeza muy difícil de pasar por alto así que no se sorprende cuando los pasos se detienen frente a la puerta. Alza su revólver y cuando la puerta se abre y una ráfaga de luz disipa las sombras del pequeño cuarto James se da cuenta que le tiemblan los brazos, es más, las piernas también. Y, dios, cómo le duele la cabeza.
—¿Quién demonios eres? — ve como los labios de la desconocida se mueven pero no la escucha realmente. La cabeza le da vueltas y sólo quiere que alguien cierre las malditas cortinas.
Antes de que James pierda la batalla contra sí mismo los pasos se alejan y él se alegra demasiado rápido, porque antes de que pueda reaccionar la desconocida está entrado en la cocina pegando voces. El rastro que ha dejado por la casa ha puesto un cártel sobre su cabeza muy difícil de pasar por alto así que no se sorprende cuando los pasos se detienen frente a la puerta. Alza su revólver y cuando la puerta se abre y una ráfaga de luz disipa las sombras del pequeño cuarto James se da cuenta que le tiemblan los brazos, es más, las piernas también. Y, dios, cómo le duele la cabeza.
—¿Quién demonios eres? — ve como los labios de la desconocida se mueven pero no la escucha realmente. La cabeza le da vueltas y sólo quiere que alguien cierre las malditas cortinas.
Por probabilidad no me esperaba encontrarme a alguien con vida justo allí. Pero aquel hombre no parecía tampoco estar en su mejor momento. Al ver el revólver no pude evitar alzar mi arma también.
- Eh, tranquilo, si bajas el arma yo también, no quiero hacer daño a nadie, soy... era policía - alcé mi mano izquierda, la libre, en señal de tregua y bajé lentamente la derecha con mi vieja pistola reglamentaria. Hacía mucho tiempo atrás que dejé de llevar mi placa en el cinturón, pero el instinto me seguía haciendo a veces señalar ahí, como si eso fuera a servir de algo hoy en día.
- Soy Thea, ¿tú eres...? - al llegar a ese punto de la conversación hice un gran esfuerzo por guardar el arma en mi cinturón. No es que me resultara especialmente fácil confiar en nadie, pero... aquel tipo parecía realmente mal. - Llevo agua y algo de comida - añadí.
- Eh, tranquilo, si bajas el arma yo también, no quiero hacer daño a nadie, soy... era policía - alcé mi mano izquierda, la libre, en señal de tregua y bajé lentamente la derecha con mi vieja pistola reglamentaria. Hacía mucho tiempo atrás que dejé de llevar mi placa en el cinturón, pero el instinto me seguía haciendo a veces señalar ahí, como si eso fuera a servir de algo hoy en día.
- Soy Thea, ¿tú eres...? - al llegar a ese punto de la conversación hice un gran esfuerzo por guardar el arma en mi cinturón. No es que me resultara especialmente fácil confiar en nadie, pero... aquel tipo parecía realmente mal. - Llevo agua y algo de comida - añadí.
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James mira el cañón de la pistola de la desconocida y la escucha hablar por encima de su desbocado corazón. Sujeta su revólver con más fuerza, que por alguna razón se ha vuelto increíblemente pesado, pero una risa más parecida a un ladrido le interrumpe. Esta mujer no podía estar hablando en serio.
—Ya. ¿Y qué? — suelta una carcajada seca para acentuar su desconfianza. —Como si eso significara algo.
Cuando la desconocida enfunda James sólo frunce el ceño con más fuerza. No entiende su comportamiento y considera en que quizá sólo quiere engañarle, ganarse su confianza. Ese pensamiento pesa más que su deseo de creer otra vez en la bondad de las personas porque la gente buena no sobrevive, como bien le ha demostrado la práctica.
—¿Por qué quieres saber quién soy?
James recuerda a Ian y se le pasa por la cabeza que puede ser Umbrella, que le han encontrado. La cara de la desconocida desde luego es nueva, pero eso no le sorprende. Para esa maldita organización trabajan muchas personas.
—Vas a dejar que me vaya. — no es una pregunta, y su voz, fría y dos octavas más grave de lo normal no parece dejar lugar para considerar aclaraciones.
Desde luego, confiar en ella no vale la pena el riesgo.
—Ya. ¿Y qué? — suelta una carcajada seca para acentuar su desconfianza. —Como si eso significara algo.
Cuando la desconocida enfunda James sólo frunce el ceño con más fuerza. No entiende su comportamiento y considera en que quizá sólo quiere engañarle, ganarse su confianza. Ese pensamiento pesa más que su deseo de creer otra vez en la bondad de las personas porque la gente buena no sobrevive, como bien le ha demostrado la práctica.
—¿Por qué quieres saber quién soy?
James recuerda a Ian y se le pasa por la cabeza que puede ser Umbrella, que le han encontrado. La cara de la desconocida desde luego es nueva, pero eso no le sorprende. Para esa maldita organización trabajan muchas personas.
—Vas a dejar que me vaya. — no es una pregunta, y su voz, fría y dos octavas más grave de lo normal no parece dejar lugar para considerar aclaraciones.
Desde luego, confiar en ella no vale la pena el riesgo.
- Para algunas personas sigue significando algo - para mí lo seguía significando todo, no se trataba de un trabajo y punto, en la comisaría siempre habíamos coincidido que se trataba de una forma de vida y yo lo seguía aceptando así e incluso después del fin del mundo. Él se echó a reír, pero no me inmuté ante ello.
- Viejas costumbres supongo... - me encogí de hombros suavemente, sin bajar las manos en señal de que no buscaba pelea. Eso de presentarse era una costumbre que igual ahora no tenía relevancia, tal vez como seguir llevando mi vieja placa o decir que era policía, pero no podía evitarlo. Me costaba ser de otra forma.
- No te estoy reteniendo, solo te ofrecía mi ayuda, no la quieres, pues bien también - me aparté lentamente hacia un lado para dejarle pasar, aún con las manos en alto. Lo último que quería ahora era llevarme un disparo por simplemente haber sido amable.
- Viejas costumbres supongo... - me encogí de hombros suavemente, sin bajar las manos en señal de que no buscaba pelea. Eso de presentarse era una costumbre que igual ahora no tenía relevancia, tal vez como seguir llevando mi vieja placa o decir que era policía, pero no podía evitarlo. Me costaba ser de otra forma.
- No te estoy reteniendo, solo te ofrecía mi ayuda, no la quieres, pues bien también - me aparté lentamente hacia un lado para dejarle pasar, aún con las manos en alto. Lo último que quería ahora era llevarme un disparo por simplemente haber sido amable.
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La voz de la desconocida se va apagando y cuando le llega a la última sílaba -que bien podría no serlo- James está seguro que su cuerpo no va a aguantar más. Infinitas noches sin descanso, días sin comer y la deshidratación están pasándole factura. Por supuesto, su desliz de ayer no ha ayudado a su inestable estado y el rastro de depresiones acaba por aplastar lo que le queda de corazón.
Hay una línea larga y rígida que va de un par de ojos hasta el otro, mientras James se mueve lentamente, rodeando la isla de la cocina para acercarse a la puerta sin dejar de mirar a la recién llegada. Termina bajando el revólver, pero no es tanto decisión propia como su incapacidad para seguir manteniendo la posición. Sus músculos protestan, incómodos y doloridos hasta que sus piernas ceden, incapaces de seguir aguantando su propio peso.
Seguramente consigue poner los brazos por delante para no dejarse la cara contra el suelo, aunque sus esfuerzos caen en saco roto porque se la deja contra la encimera de la isla de la cocina. Escucha el chasquido de su cabeza chocar contra el alicatado de gres porcelánico que la recubre con una claridad espantosa. Quizá el estrépito metálico de su revólver deslizándose por el suelo y después un silencio sepulcral.
Hay una línea larga y rígida que va de un par de ojos hasta el otro, mientras James se mueve lentamente, rodeando la isla de la cocina para acercarse a la puerta sin dejar de mirar a la recién llegada. Termina bajando el revólver, pero no es tanto decisión propia como su incapacidad para seguir manteniendo la posición. Sus músculos protestan, incómodos y doloridos hasta que sus piernas ceden, incapaces de seguir aguantando su propio peso.
Seguramente consigue poner los brazos por delante para no dejarse la cara contra el suelo, aunque sus esfuerzos caen en saco roto porque se la deja contra la encimera de la isla de la cocina. Escucha el chasquido de su cabeza chocar contra el alicatado de gres porcelánico que la recubre con una claridad espantosa. Quizá el estrépito metálico de su revólver deslizándose por el suelo y después un silencio sepulcral.
Aquel tipo de situaciones me hacían sentir algo incómoda, pero también apenada. Comprendía a la perfección cómo podía sentirse, la gente tras el fin se había convertido en auténticos monstruos, se habían cometido atrocidades... y los pocos que quedaban con un poco de sensatez, eran devorados por aquellos a los que no les importaba nada ni nadie.
Observé como el hombre se acercaba hasta la puerta, pero sus movimientos me hicieron prestar aún más atención, algo no iba bien. Cuando se desplomó, por más que tratase de llegar hasta él, no pude evitar que se golpease en la cabeza.
- Mierda... - aparté el revólver hacia un lado y examiné la zona en la que se había golpeado. El joven seguía respirando, pero parecía haberse llevado un buen golpe en la cabeza, ya que descubrí mis dedos manchados de algo de sangre.
Al final opté por ayudarle, como pude acomodé al muchacho sobre uno de los sofás que había tapado con sábanas, en el salón. No tenía nada con lo que limpiar o tapar sus heridas, a parte de unos pañuelos de tela y agua. Limpié sus heridas como pude y tras ello le dejé en el sofá mientras yo me iba a buscar por la casa, algo de utilidad. No había gran cosa y me planteaba que igual no había seguido bien las indicaciones de Maze. Regresé al rato para sentarme en el sofá de en frente al que estaba el hombre. Esperaría a que se despertase para irme, ya había dejado claro que no me quería allí.
Observé como el hombre se acercaba hasta la puerta, pero sus movimientos me hicieron prestar aún más atención, algo no iba bien. Cuando se desplomó, por más que tratase de llegar hasta él, no pude evitar que se golpease en la cabeza.
- Mierda... - aparté el revólver hacia un lado y examiné la zona en la que se había golpeado. El joven seguía respirando, pero parecía haberse llevado un buen golpe en la cabeza, ya que descubrí mis dedos manchados de algo de sangre.
Al final opté por ayudarle, como pude acomodé al muchacho sobre uno de los sofás que había tapado con sábanas, en el salón. No tenía nada con lo que limpiar o tapar sus heridas, a parte de unos pañuelos de tela y agua. Limpié sus heridas como pude y tras ello le dejé en el sofá mientras yo me iba a buscar por la casa, algo de utilidad. No había gran cosa y me planteaba que igual no había seguido bien las indicaciones de Maze. Regresé al rato para sentarme en el sofá de en frente al que estaba el hombre. Esperaría a que se despertase para irme, ya había dejado claro que no me quería allí.
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